sábado, 28 de abril de 2007

Ellas desaparecen con la noche, José Gregorio Rodríguez (sabatino)

Severo Fortuna, como todas las mañanas supervisa el trabajo de los peones, al tiempo sonríe por la travesura de la noche anterior. Sonrisa interrumpida al ver a su esposa en la ventana mirarlo fijamente. Recuerda que hace unos minutos ella le confesó el deseo que tiene de ser madre, a lo que respondió tajante:
—Sabe que no se puede, no se lo permito ni a los peones. El pueblo es muy pequeño, olvídate de eso

La tarde del 25 de Octubre de 1910, como de costumbre, Severo sentado en una butaca que ahí en medio de la sala, fumándose un habano, suelta las bocanadas de humo a su esposa quien arrodillada ante él le limpia las botas de trabajo. Por momentos ella lo mira de reojo tiernamente con la intención de ser retribuida. De pronto se escucha la campana repicar tres veces, para ellos significa la muerte de alguien, se levanta curioso
—¡Acaba de morí uno!, dijo soltando el habano en el piso. —Tengo que salí averiguá, anunció a su mujer. Quería ir al velorio porque eso significaba ron y chocolate.

Al cruzar la calle que lo llevaría a ningún destino se detiene al escuchar a un hombre decir
—Murió don Eleuterio Gómez, por fin descanso en paz!
No se extraña de la noticia, el difunto tenía días enfermo, lo único que lamenta es la lealtad que le profesaba Eleuterio, quien no solo era capataz de la hacienda sino su cómplice; a veces ponía horas extras a los trabajadores para que el amo tomara turno con las mujeres de ellos. Severo emprende la ruta a casa del viejo amigo.

Al llegar se santigua y mira a todos los presentes; en medio de la sala el difunto, lo cubre una sabana blanca, cuatro velas a su alrededor y una cruz a mitad del cuerpo, sobre un mesón, sin ataúd, aparte de Severo nadie puede darse un lujo como ese. Severo se acerca a la viuda: doña Petra, sus parpados están un poco recrecidos, no ha dejado de lamentar el suceso. Coloca su mano en el hombro de la señora y casi sonríe; tarda unos segundos y se va a donde está la diversión, unos hombres jugando dominó, otros se echan buenos tragos, el resto, bien gracias, Severo, ron y chocolate.
—A emborrachano por la muerte de Eleuterio, por nada del mundo debe pasa debajo de la mesa, dijo a viva voz. Leónidas, el tuerto, le ofrece un trago, acepta, lo alza y dice:
—Por usted mi don, sonrió mientras pensaba para sí: —Doña Petra está demasiado mayor, Diablo, no podrá hacele el favor, cuánto lo siento. Diablo; y rió más fuerte.

A punto de la medianoche Severo abandona el velorio en busca de compañía femenina, con todos los hombres en casa de Eleuterio era inevitable. Su objetivo se encuentra cerca del río, justo en la choza de Wenceslao: desde hace días le tiene ganas a Aída. Se dispone a entrar por la ventana y siente unos ladridos, ladridos turbios, de terror. Se volteó y observó una sombra que se acercaba. Al tenerla a centímetros quedó sin aliento, era alguien con vestido de novia negro seguida por seis perrazos del mismo color, los ojos achinados y rojizos. Corrió al velorio y gritó:
—Traté de í a dormí y no pude, tengo que está con Eleuterio hasta que lo sepulten
Leónidas observa la descomposición blanca del rostro de Severo: —Diablo, ¿qué te traes?, piensa mientras se carcajea y le acerca un vasito de ron.
Severo jamás contó lo que vió a orillas del río. Al rato, un grito:
—Se han robado a la Aída
Era Wenceslao, fue a su casa a dormir y no encontró a su esposa en la cama. Severo no se atrevía a confesar lo que vio cerca de la casa. Varios hombres se acercaron a Calmar a Wenceslao.

Un grito anónimo, fantasmal dijo:
—Hace rato vi a don Severo rondá por la casa de Wenceslao
Todos voltearon y no lograron encontrar el origen de la voz, Leónidas buscó la mirada de Wenceslao con su único ojo, el amo se negó una y otra vez, jamás estuvo cerca del río. Por respeto al jefe y por seguir perteneciendo a la gran familia del cacao Wenceslao decidió creer.

Severo contó a su esposa todo sobre la mujer y los perrazos; claro sin decir lo que buscaba y su huida. A la hora del entierro todos hicieron un alto en sus labores para despedir al difunto; las mujeres observaron desde la ventana de sus casas, los lamentos de la viuda se escucharon por todo el pueblo. Al primer rezo sólo asistió Plutaco Guerra —cura del pueblo—, La Iluminada, dichosa que todavía disfruta la soltería, y Severo quien se acercó unos tres segundos por cumplir, el resto seguía en la brega.
—Velorio es velorio, ron chocolate y mulata, yo aprovecho, dijo para sí Severo. Justo cuando el reloj marcó la medianoche apareció la novia, aparecieron los perros.
—El bicho malo, dijo uno. —El alma de Eleuterio, decían otros, nadie se acercó. Mientras Severo quedó inmóvil, pensando en la casa de Wenceslao, pensando en Eleuterio
—¿Qué me pasa?, yo soy un macho…!, se dijo mientras corría hacia su casa después de recobrarse.

Antes del alba un hombre salió gritando
—Se han robao a mi mujé, se la llevo el bicho malo. A éste se unieron unos diez más gritando lo mismo. Severo al escuchar decidió no salir de la casa, miraba tímidamente por la ventana de su cuarto.
—Quien se ha llevao a nuestras mujeres es Severo, dijo Wenceslao. —Ese no pué vé una falda, dijo otro. Llenos de rabia fueron a buscarlo y lo llevaron a la plaza mayor dispuestos a lincharlo. Leónidas acompañaba y se limitaba a mirar al viejo Severo, tenso de rabia contenida, de impotencia, y los campesinos, buscando revancha después de tantos años.
“Hay que matalo”, “¡Que sufra!”, “Se acabó la guachafita con nuestras mujeres!” se escuchaba, el pueblo fue copado por los gritos de Severo, quien no dejó de repetir una y otra vez que nada tenia que ver con las desapariciones. Nadie le creyó. Chente Parra, el prefecto, también cómplice de Severo por muchos años, salió con el machete y el revólver, pero cuando vio la multitud se devolvió en silencio. Severo lo vio alejarse y pensó que nunca había visto alguien tan cobarde.
Lo ataron con una soga, todo estaba listo para mandarlo directo a la otra vida, Severo miraba a su esposa, quien observaba desde la ventana con cierta compasión. Piedras, palos en manos, uno, dos y, de repente, apareció Plutarco a implorar por el infortunado
—Solo nuestro señor puede quita la vida, ¿Severo diga a dónde se llevo a las mujeres?
No hubo respuesta, Severo ni siquiera pudo decir que no sabía nada de nada. —Si nuestras mujeres no aparecen antes de medianoche te mandamos directo al infierno Severo Fortuna, dijo Wenceslao.
—Vamos a seguí buscando, propuso el más joven. Los peones dejaron al cautivo en la plaza acompañado del cura.
—¿Dígame donde tiene a las mujeres?, dígame Severo, preguntó el cura tratando de escuchar algo que apaciguara a la gente.
—Esta bien, yo le voy a decí, pero primero debe haceme un favor, vaya hasta mi casa, le pide permiso a mi mujercita, entra al despacho, en una de las gavetas hay un manojo de llaves, la más pequeña es de un baúl que está debajo del escritorio, tome la mochila que está ahí dentro y llévesela a la sacristía y le prometo que en la noche iré por ellas y las devolveré a sus maridos, aseguró Severo, atropellando las palabras con desespero El sacerdote creyendo en sus palabras fue a la hacienda en busca del pedido.

Llegada la noche y los peones a la plaza con ganas de linchar a Severo si de una vez no decía a donde se llevo a las mujeres
—Bien, falta poco para la media noche, le queda poco Severo, le recordó Wenceslao.
Leónidas miraba los ojos de Severo y se decía: —¡Nunca pensé que te ibas primero que yo, Diablo!
—Les entregaré a sus mujeres; pero antes quiero ir a la iglesia a confesame y luego los llevo. Los peones aceptaron y esperaron.
—A ver si el curita lo tiene todo y me voy, pensaba Severo. —Si se resbala, se muere, pensaban muchos.
Las pocas mujeres, o las reservas, como se les llamaba, observaron desde la ventana de sus hogares cada movimiento. La Iluminada fumó tabaco tras tabaco a ver si encontraba respuesta, Plutarco pasó horas arrodillado ante Cristo para que Severo cumpliera con la promesa, Chente jugaba con la empuñadora del machete desde la prefectura, en plena oscuridad, esperando por si podía hacer algo para salvar a su jefe. En la iglesia, Severo fue directo a la sacristía, en la puerta principal lo esperaban. Sin preludio entró a la iglesia la novia de la noche seguida por sus perros.
—El bicho malo, dijo el más joven mientras se escondía detrás de la puerta. Ella sin palabras siguió su camino. Nadie se atrevió a seguirle los pasos, mientras Severo aprovechó para escapar por la puerta trasera. No pudieron alcanzarlo, llegó al final de la montaña y se encontró con una cueva: en la entrada estaban seis perros, muy negros y con los ojos rojos y achinados. Entró decidido: estaban todas las mujeres reunidas, en medio de ellas el personaje del velo dando instrucciones.
—¡Así que aquí estaban, sirvergüenzas! ¡Vamo pué, p’al pueblo!, gritó volviendo a ser severo Fortuna, el amo, el mandamás.
—A ninguna parte iremo con usted, jamá dejaremos que vuelva a tocano, dijo Aída apoyada por las demás.
—¡Aquí se hace lo que yo digo!
La novia se volteó y Severo bajó la mirada. Ella, con una seña, les indicó a las demás que salieran. Severo sacó un revólver de la mochila.
—Ahora sí me va a decí quién es usté y por qué se vino a mi pueblo, preguntó severo apuntando; antes de continuar la novia soltó el velo. Severo soltó el revólver, sorprendido
—¿Tu? ¡No pué sé! Retrocedió dos pasos, recogió el revólver y salió en una carrera torpe.

Antes del amanecer las mujeres regresaron al pueblo, reunieron a sus maridos en la plaza y les explicaron.
—Nos cansamo de está encerrás, teníamos miedo y ella nos echó una manita, decía Aída en medio de las demás. —Si quieren volvé con nosotras deben cumplí una qui otra regla, siguió.
—Lo que quieran, dijo Wenceslao. Aída respondió: Permitino salí a la calle, deja que salgamo preñá y sobre todo protégenos de lo tipos como el Severo Fortuna. Sin oponerse aceptaron las condiciones.

Nadie sabe qué pasó con Severo Fortuna. Los cacaotales los compró una empresa de la capital y ya nadie se siente esclavo. La esposa de Severo conservó la casa grande. Vive sola y únicamente se ve en las noches la luz de una vela en una de las habitaciones del fondo. Y también de noche se escuchan los fuertes ladridos de unos perros que deben ser muy grandes.
Varias veces a la semana los niños se reúnen en la plaza y el tuerto Leónidas cuenta la historia de la novia negra y sus perros, al final todos termina riéndose y le preguntan de dónde saca tanta locura. Cuando queda solo, Leónidas mira al cielo y se dice: —Diablo, ¿dónde tarás metío?

miércoles, 25 de abril de 2007

Cruzada, José Luis Zaldumbide (matutino, semana)


I

Después de las maniobras de emergencia en la División Aerotransportada 101, destacada en Al-Fallujah, Ahmed José Khalid ha decidido que no obedecerá ninguna otra orden de sus superiores, de sus compañeros, familiares, ni ningún otro ser viviente.

Todavía está fresco en su memoria, el recuerdo del último incidente de las maniobras. El sargento Roddy, se empeñó en extender un par de horas la duración del ejercicio de avance solapado, cuando todos estaban cansados y algunos mostraban agotamiento. Y además, le dedicó a Ahmed José su punzante desprecio, una vez más: “aprende a proteger tu trasero islámico-americano de los islámicos puros, Mu-Ahmed, ellos no perdonan jamás…”.

Pero –piensa Ahmed José- Roddy se queda corto; en realidad tampoco los islámico-americanos lo han perdonado jamás, partiendo de que tienen dificultad para perdonarse a ellos mismos. Sus recuerdos reviven las diferencias entre su trabajo, en Kingsville, y lo que parecía bueno para su padre islámico, tan distinto de su madre hispánica, y tan inconformes ambos con lo que la sociedad les permitía ser, lo que esa sociedad le permitió a Ahmed José ser: rechazado como hispánico y temido como islámico. Un trabajo como obrero, diferente de cualquier aspiración comerciante paterna. Un trabajo digno del sometimiento soportado por su madre. Roddy no es distinto de los jefes en el trabajo de Kingsville. Trata de sacar de su gente lo máximo que le permita su ánimo inconforme, y la disciplina deforme dentro de una cadena con fisuras y falsedades visibles para cualquiera. Roddy descarga su frustración en casi todo lo que hace, y como lo suyo es mandar, muchas veces resulta un liquidador de cualquier motivación en sus subalternos.

El último entrenamiento tocó un límite para Ahmed José. Una especie de iluminación que le hizo comprender por primera vez, el absurdo de continuar una vida en la que no podía encontrar sentido, en la que cada personaje parecía actuar para hacerle más difícil, acaso imposible, su propia existencia. El calor implacable, en unas calles llenas de obstáculos entre fachadas alternativamente enteras o semidestruidas, los hombres moviéndose por posiciones mutuamente cubiertas. Juego de ajedrez lleno de peones en ritmo monótono. Roddy cronometrando. Lo peor eran los trechos arrastrándose en tierra, entre la polvareda casi continua. Y el veredicto de retraso, que obligaba a comenzar la partida, una y otra vez. Encima, soportar las órdenes que pretendían darle sus iguales, alterando su nombre al apodo “Muhammed”, como para achacarle la ineficiencia generalizada de la que él, en particular era el menos culpable. Ahmed José siente una mezcla de rechazo y desprecio por Roddy, lo mismo que llegó a sentir por sus jefes de turno en el trabajo en Kingsville.

El entrenamiento-pensaba Ahmed José- repetía incansablemente las fórmulas para lograr mayor efectividad en los soldados, con lo cual estos podrían, además, conservar sus vidas lo más enteras posibles. Si. Los caídos en acción reducían la efectividad del 101, además de reducir la suya propia, largo plazo, sin repuestos. Igual que en Kingsville, producir alternadores modelos K-245 o K-400 para vehículos. Cuotas de producción y tasas mínimas de fallas en inspección. Incumplimiento y despido, y luego ofertas de trabajo casi nulas. Y con todo, a pesar de todos los esfuerzos, un enemigo invisible con unas armas incontestables aparecería para terminar ganando, o llevándose en vidas lo que nunca se podría recuperar. Así pasaba en Al-Fallujah. Así pasó en Kingsville cuando la empresa redujo personal al obtener menores costos en Pakistán. Y al final, el departamento de alternadores siguió la fórmula y despidió a Ahmed José con sus 5 compañeros. Algo que ni su padre ni su esposa quisieron comprender ni aceptar. Probablemente por esa falta de comprensión o aceptación – se preguntaba- se le ocurrió alistarse en el ejército. Una especie de evasión, con excelentes condiciones físicas y mucha furia contenida. En el límite comprendió Ahmed José que no debía seguir dentro de su mundo, pasando de una celda a otra.

Pero el ejército no alivió su desazón con la sociedad. Los grupos y los individuos reflejaron algo que debió haber sido obvio para Ahmed José, antes de alistarse: solo estaba entrando en otra de las formas de esa sociedad. Y con ellas, se replicaban los problemas que siempre lo habían acompañado en su país de origen, haciéndolo sentirse, hasta cierto punto, como un extraño.

Desde ese punto observaba Ahmed a los “especialistas”. Un grupo distante en su frio funcionamiento, seres de presencia intangible a la cotidianidad de los demás. Llamaban, en cierto modo, la curiosidad de Ahmed, como en aquella tarde que llegaron en varios vehículos, silenciosos y ocupados, acompañando a oficiales y a individuos trajeados de civil. Se encontraba observándolos desde la sombra de una barraca, cuando la voz tranquila, casi aburrida, de Steve Calley le comentó a su espalda:

Puedes verlos –dijo Steve- van y vienen, ninguno de nosotros sabe adónde ni por qué.

¿Y qué hacen? -Indagó Ahmed- Creo que nada fácil –respondió Steve- son tipos que saben muy bien lo que hacen, en el manejo de sus cosas se ve…

Ahmed José, escuchando a Steve, recordó haber oído comentarios de que los “especialistas” ganaban varias veces más que ellos.

La otra noche, de madrugada –prosiguió Steve- salí a la puerta de la barraca y pude ver dos Humvee llegando. Eran ellos. Llevaban a varios tipos encapuchados y entraron al recinto 4. Ya ves.

En esa conversación casual conoció a Steve Calley, de Laredo, una especie de vecino natural por procedencia. Ahmed José pensó que podrían ser amigos, o al menos camaradas. De noche, en el esparcimiento de las barracas, compartían cervezas, conversación y preocupaciones por lo que habían dejado en su país. Steve era un tipo bastante llano y simple, por lo menos diferente a los otros, que parecían eludir a Ahmed José, distantes, dedicados a sus propias formas de evasión. Hasta los hispánicos, cerrados en su grupo, le resultaban ajenos en su comportamiento.

Steve le hizo ver a Ahmed José otras diferencias entre los soldados como ellos y los “especialistas”. Estos eran diez y formaban parte del cuerpo elite de “actividades especiales”.

Varios días más tarde, los “especialistas” se encargaron de enseñar a los soldados, por grupos, la mejor forma de lanzar un nuevo tipo de explosivo de alta efectividad en ventanas, puertas y en los huecos, “nidos de ratas”-los llamaban- escondite de insurgentes. La demostración estuvo a cargo de un sudafricano y un holandés. Y a Ahmed José y Steve les recordó los tiempos en los que los consultores o especialistas se presentaban en sus sitios de trabajo, para demostrarles como ser más productivos, como trabajar bien. Ahmed se preguntaba a veces, si ser “especialista” sería una meta anhelada subconscientemente por Steve.

Una noche, Steve se convirtió en otra persona. Su rostro había cambiado al encontrarse con Ahmed José.

¿Qué te pasa?-preguntó Ahmed. Steve se dejó caer en una silla de lona, su mirada perdida en la distancia. Pasaron varios minutos en silencio. Es Rhonda –dijo Steve con voz que reflejaba amargura- Me pidió el divorcio. Quiere a los niños. Siento que toqué fondo. Tengo demasiados problemas. Demasiada rabia.

Steve lo observó en silencio, sin saber qué hacer, sin decir palabra. Después se quedó mirando el suelo en el que se apoyaban sus pies, enfundados en las botas de campaña. Sabía que era lo mismo que sucedía con muchos hombres en su división. Era un sentimiento desesperante, comprendiendo que cada día que pasaba, iban destruyéndose esperanzas en sus relaciones, que la distancia y el tiempo debilitaban los lazos que nunca habían sido fuertes. Varios compañeros habían perdido el contacto con sus parejas, y eso los llevaba al borde del abatimiento.

Fue la última vez que hablaron como solían hacerlo. Después Steve se volvió huraño, y comenzó a frecuentar a los tipos que negociaban con las pastillas y la hierba, y ya nada fue igual entre los dos.

Todavía afectado por las palabras de Steve, Ahmed José llamó al día siguiente a Marcia, su esposa, como quien tiene que cumplir con un deber, sin ánimo ni esperanza. Los primeros nueve meses de la asignación en Irak habían significado un deterioro paulatino de su relación a distancia. Un deterioro a partir de un punto de partida neutro: el matrimonio había pasado de su primera realidad: una pareja que decidió pasar de un breve noviazgo a un matrimonio común entre jóvenes que van como quemando etapas. Un matrimonio que, para Ahmed, no podía contar con la bendición paterna, tan tradicional, si bien contó con la aceptación gozosa de su madre. Un matrimonio que entró aceleradamente en la monotonía que predominaba en su medio social. Desde ese punto neutro, la distancia consumió laboriosamente cualquier lazo afectivo que pudiera haber existido entre ambos. Ahmed José tuvo que explicar después lo inexplicable: tres meses de extensión. Y después comenzaron otros tres meses adicionales…

Aquella conversación con Marcia sería la última. Los minutos habían transcurrido sin decirse nada importante, como sin querer herirse, pero sin apoyarse. Ahmed José se daba cuenta de que, con todo, Marcia significaba un lazo que lo mantenía unido a algo de lo que no quería desprenderse, a lo que se negaba a renunciar. Y al final, pudo escuchar al otro lado de la línea, inconfundible y chocante, la voz de un hombre que le gritaba a Marcia: “¡Dile al tipo que ya terminó todo, que ya basta!” “¡Ni siquiera usas el anillo de matrimonio!...”. Marcia y Ahmed José no pronunciaron palabra. Un silencio atronador llenó los instantes eternos, hasta que Ahmed José, fatigosamente, colgó el auricular.

Los últimos contactos de Ahmed José con su destacamento, vienen a su mente como nuevas luces que despejan sombras en un paraje adonde comienza a amanecer. Apostado en el límite externo, Ahmed José pasa la noche en un alerta demandado por un toque de queda cuyas condiciones son claras dentro de lo inexplicable: es preferible disparar que soportar una duda; al final, cada quien debe saber a qué se arriesga saliendo en la noche de Al-Fallujah. Así transcurren las horas, esperando, anhelando que no pase nada, que el tiempo de la noche invite al nuevo día, para seguir adelante como un autómata que nunca se detiene.

Y al amanecer, Ahmed José siente como va desapareciendo el temor, y con la luz, viene la certeza del calor matinal. Como anticipando la calidez, se quita el casco, los lentes infrarrojos, los chalecos protectores, la chaqueta y la camisa, y los deja caer al suelo, junto con sus armas. Cada vez que retira un peso de su cuerpo, siente como si su espíritu recibiera una nueva fuerza, un nuevo aliento. Respira más pausadamente y con mayor profundidad. Al cruzar la calle, siente como si cambiara su perspectiva de la vida, abandonando su condición previa y adentrándose en un desafío a su pasado. A medida que avanza, parece percibir una ruptura de su encadenamiento, un borrado de sus falsos principios.

Ahmed José ha perdido ahora cualquier temor a la muerte, como se pierde un sentimiento al descubrir que el mismo no tiene ningún fundamento. Probablemente- supone él- de tanto descubrir que no hay nada que perder, te acostumbras a la idea de que tampoco hay algo que valga la pena ganar.

Los pasos siguientes han sido demasiado fáciles, como predestinados por una guía desconocida que lo impulsa hacia una ruta impostergable. Ahmed José, en forma resuelta, sin apresuramientos, ha dejado atrás su cultura y su obligación y ha traspasado las barreras que lo separaban de su compromiso con la libertad.

Mientras camina despreocupado, observa a su alrededor el paisaje desolado que forman los restos de las casas, vehículos semidestruidos y unas calles polvorientas adonde la vida parece detenerse, esperando que sus protagonistas entren en escena. Le recuerdan las operaciones de su brigada, muchas veces en su lento desplazamiento de ajedrez, hombre tras hombre, esperando que los otros protagonistas aparezcan, para sacarlos de la escena tan pronto como sea posible. O buscarlos adonde no terminan de aparecer, para destruir su escenario antes de que lo hagan. Y el resto de la gente, la verdadera gente, que no se sabe si son protagonistas o espectadores, porque al final a nadie parece importarle, porque ellos no cuentan, realmente.

Ahmed José recuerda aquella explicación que no llegó a entender sobre una teoría del caos, que formaba parte de un arreglo de las cosas tal como debían ser y todo eso.. y se le ocurre que, seguramente este caos que está viviendo es una forma de arreglar estas situaciones; al menos no puede negar que, a él mismo, le ha llevado a romper con su rutina de vida…con su propia realidad descompuesta e insoportable…impulsándolo hacia lo desconocido, porque, en su ruptura, siente que ha perdido todos los soportes que lo mantenían; es como si le hubieran cortado las cuerdas que lo movían como marioneta guiada por los que lo rodeaban…pero ahora siente que es él quien debe guiarse, pues ya no tienen por qué existir condiciones ni obligaciones…

Al desenvolverse la mañana, Ahmed José encuentra a su paso diferentes miradas que parecen tratar de descifrarlo, aunque no le importa, porque las percibe con la frescura de alguien que está descubriendo las cosas por primera vez. Y nota la diferencia entre los niños, que lo observan acompañándolo, como algo que les llama la curiosidad, y los adultos, cuyas miradas se debaten entre el temor y la desconfianza. Todos, sin excepción, miran primero sus manos, vacías de armas, y después lo escudriñan, incrédulos, recorriendo su cintura, su espalda, sus piernas y brazos, para luego elevar la mirada escrutando sus ojos, adentrándose en su ser.

En una esquina, un hombre acurrucado bebe agua en una vasija. Es difícil distinguir si se trata de un mendigo o alguna amenaza oculta. Para Ahmed José ha dejado de tener importancia la diferencia, frente a la sed que lo lleva a agacharse junto al hombre. Sus miradas se cruzan por un instante, suficiente para que el hombre deje la vasija sobre el suelo y contemple indiferente a su visitante. Ahmed José toma varios sorbos de agua y, con una media sonrisa, vuelve a dejar la vasija en el suelo, ante la sostenida indiferencia del hombre.

Escucha un murmullo de voces. A pocos metros de distancia, a través de una puerta que lo separa de la calle, un recinto lleno de personas en oración atrae a Ahmed José. Al principio, el murmullo, convertido en un canto entrecortado por las oraciones de un guía, traslada el pensamiento de Ahmed José a su primera experiencia con un culto religioso, cuando su tío paterno había tratado de introducirlo al culto de la pequeña mezquita local, en Kingsville, sin lograr resultados: “no tenía la madurez necesaria o no era el momento de su llamado espiritual”. Y los recuerdos que arrastra lo conectan con una parte de él que quedó cortada como un camino clausurado. Sin embargo, no puede dejar de notar la apertura del recinto y su gente a la calle semi-destruida y a los visitantes casuales que puedan estar buscando una paz afuera de ellos mismos. Y siente como su ansiedad por esa paz tampoco puede encontrar alivio en este recinto.

De regreso a la calle, Ahmed observa el contraste entre las personas y sus ocupaciones: la mayoría parecen ocuparse de algo, activos como se ven, frente a los que, en silencio, observan el paso de todo lo que les rodea. Se pregunta Ahmed: cuál es su condición de empleo o desempleo en este momento, y no puede encontrar la respuesta, de la misma manera que no podría responder a su condición hace más de dos años, cuando le entregaron sus ticket de subsidio por desempleo, y ni siquiera se le ocurrió hacerse la misma pregunta. Y comprende que, de alguna manera, él es una pieza que ha formado parte de una máquina similar, en distintos sitios: allí en Kingsville, aquí en Fallujah. Pero debe seguir caminando, sin mirar atrás, aunque sus recuerdos lo persigan como una sombra bajo el ardiente sol de la mañana.

Un grupo de mujeres acelera el paso, evadiéndolo, y sus rostros solo muestran una incógnita de sus ojos, indescifrables en la penumbra del chador. Ahmed pasa a su lado evocando el rostro de su esposa. Marcia nunca sostuvo su mirada con verdadera intensidad, parecía enfrentarlo con todo su ser, sin enfocar la mirada de aquellos ojos claros, sin permitirse decir lo que realmente llevaba por dentro. Sentía que ella, igualmente, vivía buscando algo que no sabría definir, pero que la eludía permanentemente. No sabe Ahmed, descifrar en este momento si queda amor en su corazón o si Marcia nunca pudo causar ese sentimiento en él. Siente que esta es la forma como cada uno de sus lazos con su pasado se está rompiendo, no en una forma instantánea sino en fragmentos de recuerdos corroídos por la duda, saboteados por la ilusión de lo desconocido. Su voluntad de seguir es como una inercia desesperada, un camino sin retorno. Piensa que la libertad puede consistir en no tener ninguna condición que lo dirija, ningún plan de ruta predeterminado, solo la fe de que va a encontrar su futuro y la fuerza de seguir adelante para encontrarlo. Compara en sus reflexiones lo diferentes que eran, dentro de sus expectativas de entonces, sus sentimientos de libertad, comprendiendo que esa no podía ser una verdadera libertad, que la verdadera libertad, siempre está por descubrirse…

Aliviado, Ahmed se encamina hacia una plazoleta adonde parecen llegar varias calles como encontrando su final común.

II

Abboud Al-Kaddir aparta su cabeza de la mira telescópica del fusil y, repentinamente sorprendido, frota sus ojos tratando de despejar cualquier vestigio de somnolencia. Volverá a la mira para comprobar algo inesperado: un americano camina lentamente por la calle a unos trescientos metros, solo y sin armamento visible. Desde su posición privilegiada, podrá escudriñar los alrededores de su objetivo casual, para confirmar que este no tiene compañía. Lo curioso, pensará Abboud, es que tampoco lleva casco ni ropa de campaña, a excepción de los pantalones y las botas; una franela blanca no hace sino resaltar su condición de presa.

Durante un par de minutos, lo observa en detalle para ver si trata de emboscar a alguien o avanza decidido con una misión determinada. Y no encuentra razón visible para la tranquilidad indiferente del desconocido.

Abboud comenzará a acariciar el gatillo mientras desplaza la mira acompañando a su caminante, recorriéndolo muy lentamente, desde la cabeza, en su parte frontal, hasta el pecho, a la altura del corazón. La distancia y el calibre utilizado, piensa Abboud, son perfectos para no fallar, tan solo se trata de escoger entre los dos puntos de impacto.

Y sus pensamientos volverán a volar a aquellos lejanos días de su niñez, cuando acompañaba a su abuelo Kamal a cazar en las montañas, cerca de Irbil. El abuelo trataba de enseñarle a vivir en el momento presente, separado de todo tiempo, con presencia y amor. “¡Has de ser uno con tu presa!” -decía el abuelo- Era algo extraño al principio, pero más fácil de entender en aquellos días de inocencia -piensa Abboud- que en estos tiempos de odio. Y cuando estaba presente, cuando se sentía realmente viviendo el instante, podía también sentirse parte de lo divino. Fue de esa manera como aprendió a disparar con precisión absoluta, cuando llegaba a sentir que la presa, la bala y el cazador eran un todo indivisible que cumplía la palabra escrita por Dios.

Pero Abboud volverá al momento actual, que le demanda integrarse a su caminante, aunque sea solo visualmente al principio, para después acercar las interrogantes que lo harán comprender mejor lo que hace como su destino en esta tierra, en estos tiempos.

¿Qué hace ese hombre caminando por la calle, indefenso? –Se preguntará Abboud- ¿Y por qué se muestra tan decidido y confiado? Y le resultará imposible ser uno solo con su presa, a la cual no alcanza a comprender.

Y en la mente de Abboud, desfilarán, uno tras otro, los recuerdos que no lo han dejado en paz durante muchos días.

Su familia, cuando se trasladó a Fallujah, buscando mejores oportunidades de vida. Al principio había sido duro, pero con el esfuerzo de todos, pudieron establecerse modestamente y comenzar a trabajar cada uno en la medida de sus posibilidades. Su padre y su hermano habían logrado recursos en el comercio, que les permitieron comprar una vivienda familiar después de varios años. Abboud los ayudaba, alternando con su asistencia a la escuela. El siempre había sido el más apto para los estudios, la esperanza futura de la familia. Siempre se permitió soñar. Le encantaba el fútbol y disfrutaba viendo por la televisión a los equipos europeos. Y acariciaba el proyecto de viajar algún día a América y a Europa.

Después vino la guerra. Nada volvió a ser lo mismo. Primero fue la destrucción de lo que eran las condiciones normales de vida. El trabajo. La escuela. La familia y los conocidos, presas de pánico, sin saber qué hacer ni adonde ir. La muerte se hizo presente, para llevarse a algún familiar, algún amigo, por desgracia. Luego la situación se hizo mucho más grave. Era como el mal que brotaba de lo profundo de cada ser, marcando su condición en uno u otro bando. Y los suníes y los shiitas comenzaron a combatirse, haciendo comparsa al concierto del invasor extranjero.

En las primeras arremetidas, la familia de Abboud, en su origen suní, tuvo que abandonar su hogar, amenazada como muchas por la invasión de los shiitas. Buscaron refugio en casa de una hermana de Sabiha, la madre de Abboud, en una zona algo más segura. Durante meses, tuvieron que subsistir compartiendo alimentos, techo y sufrimientos con el resto de la familia.

Abboud nunca pudo entender ni aceptar el sentido de la violencia. Su naturaleza era más bien parecida a la de su madre, era reflexivo, a diferencia de su padre y hermano, quienes poco a poco fueron sucumbiendo al veneno implacable del odio reinante. La relación en la familia se fue transformando en una convivencia entre el miedo y la preparación para lo inevitable, el aprestamiento a la violencia. Abboud se sentía agobiado por una sensación de compromiso con su familia, que lo obligaba cada vez más a claudicar con los planes de su padre y su hermano. Fueron semanas de sufrimiento creciente, sabiendo que sus amigos, algunos de ellos de origen shiita, también estaban pasando por lo mismo, víctimas y victimarios en un torbellino indetenible.

Una mañana, habían regresado al vecindario en el que estaba ubicada su casa. El gobierno aseguró que las casas tomadas por invasión de las facciones en lucha, habían sido desocupadas para que regresaran sus dueños legítimos. Aún con el recelo natural, muchas familias superaron sus temores para intentar el regreso a lo que les pertenecía. Y al entrar a su casa, saqueada y deteriorada, cayeron al suelo en llanto y besaron las paredes, agradecidos de volver a tener su hogar. Sin embargo, las amenazas persistieron contra los que se atrevieron a regresar, condenándolos por su condición, acorralándolos en sus instintos de sobrevivencia. Por las noches vinieron los escuadrones de la muerte, reclamando las vidas de quienes pretendieron volver a la normalidad.

Días más tarde, mientras su padre y hermano se quedaban protegiendo la casa, Abboud acompañó a su madre a buscar pertenencias a casa de su hermana, para trasladarlas de regreso a su hogar recuperado. Varias horas después, cuando volvían, escucharon a lo lejos las explosiones y el tiroteo en su zona de residencia. No pudieron atravesar las barreras colocadas por el ejército, alrededor del área, nuevamente en conflicto. Al restablecerse una calma precaria, Abboud se adelantó a su madre y corrió con desesperación hacia su hogar. Varias casas habían sido atacadas por una milicia shiita, y en la calle, Abboud encontró los cuerpos sin vida de su padre y su hermano. Abrazándolos desolado, le parecía escuchar las palabras de su padre el día que habían regresado a su hogar:

“Lo único que tengo es esta casa”. “Sin esta casa, no tengo nada. Es la única forma que tengo de expresarlo”.

Después, todo pasó muy rápido. Abboud se ocupó de enviar a Irbil a su madre, y buscó a su grupo natural, los suníes, como si fuera la única salida apropiada para su vida. Era joven y ágil y sus circunstancias lo mostraban como un buen candidato a las milicias. Sin embargo, desde las primeras pruebas y entrenamientos con el grupo, se evidenció que estaba más cerca de la ideología que de la acción, y prefirió frecuentar al imán del culto suní que a las milicias en sus continuas escaramuzas.

Pero, sus inquietudes seguían en aumento. Escuchando las exhortaciones de incorporarse a la jihad como vía de purificación a través de la guerra, Abboud contrastaba la posición de su abuelo: “la purificación a través de la lucha es diferente de la purificación a través de la renunciación interna. Solo la segunda vía conduce a la felicidad”. Y obligado por los tiempos que vive, Abboud se inicia en la tarea de francotirador, para defender a su grupo, sin estar completamente convencido en la rabia que lo motiva, deseando cada vez más llegar al final de esta guerra.

Todo frente a algo que responde en él cada vez que, sintiendo una paz que lo alivia como un manantial, aparece la imagen de su abuelo o escucha sus palabras como surgiendo de lo más profundo de su interior.

El caminante indefenso ha llegado a la plazoleta y se detiene, como tomando el tiempo frente a sus opciones.

Acaso se trate de un loco –se le ocurrirá a Abboud- no hay otra razón para que este hombre se presente indefenso e indiferente a mi alcance… Y lo observa, esperando sus siguientes pasos

“He vivido al borde de la demencia,

buscando la sensatez, tocando a una puerta

esta se abre….

¡He estado tocando desde adentro! “

Una tristeza infinita se apoderará de Abboud, con el recuerdo de ese verso que suena como recitado desde su corazón.

III

Gunter Heirlich secó el sudor de su frente con el dorso de la mano, tratando de mantener la calma en medio de la confusión creada en la ambulancia. Uno de los niños heridos había entrado en coma y el enfermero apenas podía intentar mantenerlo estable sin descuidar a los otros tres niños heridos que atendían. Sus heridas, generalizadas por la brutal explosión, deberían ser atendidas en el puesto de la Media Luna Roja, y, a pesar de que estaban a menos de 30 minutos del puesto, el tiempo parecía detenerse con cada contratiempo. Habían superado varias calles llenas de escombros, pasando entre los mismos con gran destreza, evadiendo incendios, retrocediendo más de una vez frente a pasos clausurados, y eludiendo alcabalas de irregulares.

Era una ironía- pensó Gunter – encontrarse en estas circunstancias después de haber decidido pasar a ser parte de la verdad, de la realidad de la noticia, como observador involucrado…sin saber como podría hacerlo.

Esa misma mañana, Gunter se encontraba en un café cercano al hotel en el que estaba hospedado. Pidió un café expresso y croissants. Era uno de los pocos lugares adonde podía hacerlo, y le gustaba sentarse a leer la prensa aprovechando la frescura matinal. A veces coincidía con algún colega periodista o fotógrafo europeo o americano, y conversaban un rato. Esta vez, se encontraba solo, reflexionando sobre el mensaje que había recibido a primera hora del editor jefe del diario, cuando se sintió el estampido con fuerza demoledora y fue derribado por la explosión que ocurrió dentro del café. Tuvo la suerte de estar sentado en una de las mesas afuera, lo cual lo salvó de una muerte segura porque el interior del café quedó completamente destruido. Los primeros instantes que sucedieron a la explosión fueron confusos para Gunter. Sentía como si se hubieran roto sus tímpanos y se levantó dando traspiés entre una densa humareda, vacilando entre fragmentos de vidrios, metales, charcos de sangre e hileras de pequeñas llamas que se resistían a apagarse. Al divisar las primeras figuras humanas caminando, borrosas, fue avanzando en busca de alguna claridad. Encontró la calle y personas desorientadas gritando y moviéndose en diferentes direcciones. Al llegar la ambulancia, sus dos ocupantes, chofer y enfermero, se bajaron inmediatamente y se internaron en la densa columna de humo, buscando auxiliar a los heridos. En ese momento, Gunter sintió la necesidad de seguir a los dos hombres, y fue providencial porque, entre los tres, pudieron trasladar a los primeros heridos graves que encontraron. Se trataba de cuatro niños que habían sido alcanzados por la explosión.

Los ocupantes de la ambulancia, viendo la decisión y destreza de Gunter, le habían preguntado: ¿Puede ayudarnos? A lo que respondió –Si, soy paramédico, de Alemania- Los ocupantes intercambiaron una mirada rápida, asintiendo, y arrancaron a toda velocidad el vehículo.

En la amplia oficina del editor, tres meses antes, en Berlín, se habían reunido los corresponsales en Irak, para evaluar su trabajo y delinear las próximas estrategias. El ambiente era cordial y bastante relajado, si se comparaba con las intensas semanas que cada uno de los periodistas habían vivido realizando su trabajo. Una amplia mesa de reunión estaba colocada frente a dos monitores de televisión conectados a computadoras. Afuera, a través del amplio ventanal lateral de vidrio, se observaba la intensa actividad de dos docenas de hombres y mujeres, concentrados en sus cubículos abiertos, frente a sus computadoras.

Los corresponsales observaron en uno de los monitores, la más reciente noticia de una bomba explotada en Bagdad. “¡Ahí está, nuevamente! No termina una y colocan otra… Esos malditos terroristas locos van a acabar con todo…” –comentó en forma casi aburrida uno de los asistentes, haciendo un gesto de negación- “Hasta con ellos mismos”-fue la respuesta incolora de su vecino en la mesa- Gunter observaba mientras tanto al editor, que parecía ausente, mirando en dirección opuesta al grupo, gesticulando al hablar por su teléfono celular. Al terminar su llamada, se volteó hacia los asistentes, prodigándoles su sonrisa de ironía condescendiente. Se sentía como el líder con la responsabilidad de seguir formando a este grupo de profesionales. Le parecían de buena madera, pero necesitaban bastante cuidado.

El editor jefe, Manfred Kuhn, había comenzado con un ataque directo, tal como acostumbraba hacer frente al grupo de sus corresponsales. Gunter conocía lo suficientemente bien a Kuhn como para saber que se consideraba un tipo superior a lo normal en su cargo. Un “especialista de la dialéctica comunicacional moderna”. Así se había auto definido después de pasarse de copas en un cocktail, el fin de año pasado.

¿Así que vamos a apartarnos de la línea editorial para diferenciarnos de la competencia? Al escucharlo, los corresponsales mantuvieron un silencio de expectativa. Algunos miraban la superficie brillantemente lisa de la mesa.

¿Vamos a ser diferentes y a la vez fastidiaremos a una buena parte de los dueños y los que nos compran publicidad? ¿Alguno está buscando el Pulitzer, con información políticamente incorrecta? Silencio mantenido. Gunter percibía una mezcla de vergüenza y enojo en sus compañeros. En su interior, algo pareció llegar a un límite y, casi sin darse cuenta, mientras acariciaba la portada de su libreta de anotaciones, preguntó en voz alta: ¿Y qué es información políticamente correcta? Uno o dos de los asistentes sofocaron una risita nerviosa. Todos alternaban sus miradas entre Manfred y Gunter.

“Bien, todo depende” –comenzó pontificando el editor, con un gesto estudiado de seriedad. “Todo depende de la situación. Nosotros traemos la noticia a la gente. Por lo tanto tenemos la responsabilidad de darles lo que más les conviene de acuerdo a cada situación” Añadió: “Nuestra línea editorial” “Desviar la noticia hacia torturas, vicios y corrupción, no va a remediarlos. Contribuye a enredar más las cosas. A desmoralizar”

Gunter lo observó fijamente, mientras Manfred sostenía su mirada, impasible.

¿Y la verdad? preguntó Gunter.

“La verdad no te hará libre, Gunter” -le dijo Manfred- “No podrás encontrarla en estos tiempos tan malditamente complicados. No enredes tu vida. Sigue la línea editorial”

En su viaje de regreso a Irak, Gunter se sentía en una encrucijada. Sus contribuciones al periódico, hasta ese momento, habían sido más que buenas, se diría que destacadas, a juzgar por el elogio que siempre había recibido, comenzando por el mismo Manfred. Sin embargo, el tiempo estaba haciendo mella en su espíritu. No se sentía bien consigo mismo. Su motivación no era ni la sombra de lo que fue al comenzar su carrera de corresponsal analista, en otro país, en otro conflicto.

Sin darse cuenta al principio, durante los últimos meses, después había notado una mayor facilidad para desempeñar su misión como corresponsal de guerra. Más recursos y, cada vez más frecuentemente, mayor fluidez en sus movilizaciones, apoyado siempre por efectivos militares, formando parte de operaciones o actividades en el frente. Pero en forma simultánea, se fue apoderando de él un sentimiento instintivo de estar encontrando la noticia encima de una realidad oculta, una realidad no visible para el observador casual.

Cuando le comentó a unas colegas de la televisión americana su preocupación, les dijo: “me siento como si estuviera dentro de una gran obra teatral”. Sus interlocutoras rieron diciéndole: “Tómalo con calma. Trata de no volverte loco”.

De ahí en adelante, el asunto se convirtió en una obsesión para Gunter. En la última semana, había preferido no aceptar ninguna de las participaciones en misión que se coordinaban con el comando local de las fuerzas destacadas. Necesitaba tiempo para aclararse. Tenía que decidir el camino a seguir, porque de lo contrario, sus colegas terminarían teniendo la razón en cuanto a su locura.

Y de esa manera, casi como siguiendo su olfato de periodista, Gunter fue involucrándose cada vez más en lo cotidiano de un ambiente difícil y hostil, observando las personas y los hechos que existían aparte de las búsquedas normales de noticias. Pero ese camino lo separó paulatinamente de sus misiones, sus colegas, y, sobre todo, del ejército.

Frecuentó mercados, hoteles, bares, lugares en los que podía hablar libremente con hombres y mujeres de todas las nacionalidades y posiciones presentes en el conflicto. En esa búsqueda lo sorprendió una mañana un mensaje de Manfred Kuhn que resultaba un ultimátum: “el editor no esperará más el retorno de la oveja negra al redil”. A pesar del fastidio que le produjo la advertencia, Gunter no dejó de sentir cierta fuerza de inspiración en su búsqueda de libertad de movimiento; como si se despejaran las dudas que pudieran quedar al respecto. En esa misma mañana, Gunter sufrió los efectos de la explosión en el café, antes de abordar la ambulancia.

La ambulancia era un vehículo perteneciente al grupo de los suníes, por lo cual estaba principalmente destinada a asistir a esta comunidad. Sin embargo, según le explicaron los dos tripulantes, en casos de explosiones o incidentes masivos, atendían indiscriminadamente a cualquier herido. Gunter atendía de la mejor manera que le era posible a los tres heridos, mientras el enfermero se concentraba en el niño en coma.

Repentinamente, la ambulancia perdió velocidad y se aproximó a una plazoleta en la que quedaron detenidos, al borde de una de las calles que allí desembocaban.

El conductor gritó algo ininteligible y golpeó con ambos puños el volante. Gunter y el enfermero lo miraron interrogantes. ¡El alternador! –Exclamó el conductor- ¡es el alternador otra vez!


IV

Ahmed José se aproximó al vehículo detenido. Evidentemente, se trataba de una ambulancia. Un hombre estaba atareado trabajando en su motor. Ahmed se acercó con curiosidad. En el interior del vehículo, un par de hombres se dedicaban desesperadamente a varios niños heridos. El cuadro parecía verdaderamente angustioso. Ahmed, sin mediar palabra, se acercó al hombre que trabajaba en el motor. Ambos intercambiaron una mirada y el conductor continuó en su tarea. Ahmed identificó de inmediato que el hombre estaba manipulando parte del alternador del vehículo. Con una sonrisa, comenzó a conversar con el conductor, más por gestos que por palabras. Su destreza en ese tipo de piezas fue evidente en pocos minutos para su compañero, tomando Ahmed José la iniciativa, y quedando el conductor como ayudante en la tarea.

El primer disparo destrozó una de las ventanas de la ambulancia, tomando por sorpresa a todos. Ahmed y el conductor se lanzaron simultáneamente al suelo para protegerse. En el interior del vehículo, Gunter y el enfermero se agacharon todo lo que su cuerpo les permitía mientras continuaban asistiendo a los heridos. Un par de disparos alcanzaron la acera, a pocos metros, arrancando pedazos del pavimento. Los cuatro hombres siguieron en sus posiciones. En el suelo, Ahmed siguió manipulando el alternador, como abstraído en su tarea. A su vez, el conductor, petrificado, observó a los dos hombres que se acercaban lentamente por el centro de la calle desierta, apuntando sus fusiles. Un tercer hombre, rezagado a un par de metros, portaba una espada curva.

Abboud consideró sus posibilidades contra los fedayines shiitas. Desde que identificó la ambulancia suní al detenerse, había estado observando los acontecimientos. Los dos hombres con fusiles podrían ser alcanzados si lograba un par de disparos certeros, pero no sería posible repetir con un tercer disparo si el otro atacante se movía rápidamente. En todo caso, es lo mejor que podía hacer desde su posición.

Conteniendo la respiración, Abboud disparó una y otra vez. Los disparos, con una diferencia de tres segundos, derribaron a los primeros atacantes. El tercero, advertido, comenzó a correr hacia la ambulancia con la espada en alto, gritando. Espontáneamente, Ahmed José dejó el alternador en el suelo y, levantándose en un movimiento felino, atacó lateralmente al fedayin. Girando sobre su pie izquierdo, descargó una fuerte patada sobre un costado del hombre que, sorprendido por su inesperado atacante, se doblo de dolor. Ahmed, sin perder un segundo, lo golpeó repetidas veces hasta dejarlo inconsciente.

En silencio, Ahmed buscó el alternador reparado y se lo entregó con una media sonrisa al conductor, quien se precipitó a reponerlo en su lugar.

Cuando el conductor regresaba a su puesto, la calma momentánea se vio nuevamente interrumpida por un disparo. El conductor cayó de rodillas y, lleno de asombro, miró su camisa en el lugar sobre su corazón, adonde una mancha roja se agrandaba cada vez más.

Ahmed José saltó a la parte posterior de la ambulancia mientras gritaba ¡francotirador! Inmediatamente cubrió con su cuerpo a Gunter y al enfermero, quienes no habían dejado de asistir a los heridos.

Abboud no contaba con la posibilidad de francotiradores. Su posición era privilegiada pero desconocía la de sus oponentes. Haciendo su mayor esfuerzo posible de concentración, observó sin pestañear el fondo de la calle.

“¡Has de ser uno con tu presa!”

Gunter gritó a Ahmed: ¡Toma el volante! Ahmed José, sorprendido por la orden no respondió al primer instante. Luego, instintivamente, dejó de protegerlos con su cuerpo y saltó al asiento del conductor. Inmediatamente, otro disparo impactó a Gunter en la espalda.

El alemán trató de incorporarse sin comprender lo que le sucedía. Un segundo disparo lo alcanzó en el cuello.

El par de disparos fueron suficientes para Abboud. Los francotiradores no habían tenido mayores precauciones para evitar delatar sus posiciones. El primer sitio era una barrera en lo alto de una casa, y el atacante era visible al apuntar. El segundo lugar era una ventana varios metros debajo del anterior. El interior de la ventana se mostraba oscuro y solo el movimiento de unas cortinas laterales podría delatar al disparador. De ahora en adelante, sería su oportunidad.

Gunter y el enfermero intercambiaron una mirada en el momento que Ahmed trataba de poner en marcha la ambulancia. Gunter, con la mirada vidriosa, alcanzó a ver una luz prodigiosa que pareció inundarlo todo. Sintió una gran paz y pensó que, probablemente, su verdad y la “línea editorial” de Manfred Kuhn no eran diferentes, en el fondo. Después se derrumbó exánime en el piso de la ambulancia.

Al asomarse muy ligeramente el primer francotirador, Abboud, sin vacilar, disparó alcanzándolo. Inmediatamente comenzó a disparar a intervalos cortos sobre la segunda posición, haciendo imposible que el segundo francotirador recuperara su puesto.

La ambulancia, haciendo un ruido sordo, arrancó y se desplazó doblando la curva, para quedar fuera de la vista de Abboud y el segundo francotirador.

Momentos más tarde, con una sonrisa en su rostro, Abboud dejó el fusil en el suelo y se retiró del lugar. En su interior sentía la ilusión de buscar a su madre. Era hora de retornar a Irbil y a las queridas montañas de su niñez.

domingo, 25 de marzo de 2007

La risa del tiempo, Gabriela Agudo Adriani (sabatino)

Tic, tac, sonaba el reloj de mesa que tenía Justo Madrigal al lado de su cama. En casi 40 años no había querido cambiarlo por uno menos ruidoso, pues era un regalo de su padre, además, le había sido muy fiel. Estaba esperando que fueran justo las 7 para dejar la cama. Algo debía estar pasando en su mente aquel domingo para que se despertara 15 minutos antes. Tamborileando impacientemente sus dedos en el brazo de la butaca de la sala, esperó el periódico y su desayuno.


-¿Hoy viene Amanda? –preguntó él.

-Si, como cada domingo- le contestó Marta, cariñosa.

-¿Y Rosita?

-Estará puntual a las 12.

-¿Y Antonio y Ana María?

-No, Justo. Llamaron a pedir disculpas porque tienen un compromiso, una piñata con los niños –mintió Marta.


Cada mañana, durante el desayuno, Justo hacía las mismas preguntas y Marta, paciente, le respondía.

-Pero las niñas que estén aquí a las doce –ordenó Justo a su esposa.

-Ellas saben, seguro que no tardarán.


A Justo le gustaban los domingos, porque la ciudad era mucho más tranquila y le parecía que el tiempo pasaba más lento. Es que cuando se llega a ésa edad es mejor que el tiempo pase más lento. La de ése día era la rutina predilecta de Justo, pues incluía el almuerzo familiar que se practicaba en su casa desde que se casó con Marta. Aunque poco conversaban, le tranquilizaba sentirse rodeado de sus hijos, de su esposa, y además le garantizaba poder recordarlos siempre, aunque la vejez llegara, pretendiendo lo contrario.


Después de comer, Justo leyó el periódico entero en su butaca y se fue a bañar. Luego escogió cuidadosamente su camisa y su pantalón de los domingos, y se volvió a sentar allí a ver el noticiero en la televisión.

Entonces sonó el teléfono y Marta lo contestó.

-¿Amanda?

-Si mamá. Estamos en camino, pero no podía esperar. Es que Alfredo y yo tenemos que darles una noticia…

-Tu papá los está esperando, hija… seguro que vienen ¿no?

-Si yo sé, pero… es que me acabo de hacer la prueba, ¡estoy embarazada, mamá!

Aquella era una noticia que merecía ser festejada. Marta le pidió a Justo que bajara a comprar una botella de vino, porque había que celebrar.

-Bajo, bajo y compro una botella de vino. Pero tú llama a Antonio y Ana María a ver si pueden venir a las 12 a celebrar. Y a Rosita, que no deje de llegar puntual-le dijo antes de salir.


Justo salió de la casa con apuro y bajó hasta la calle, camino al supermercado. Para ser domingo, había una cola descomunal. Justo se desorientó un poco, pensando que tanto desorden no era normal en ese día de la semana. Se acercó a la esquina y en el momento en el que Justo se disponía a cruzar la calle, el semáforo peatonal cambió a rojo y Justo se quedó en la esquina esperando su turno.

Gracias a la reparación de una calle los choferes estaban impacientes, todos tocaban corneta, la avenida era un total desastre. Cuando el semáforo peatonal volvió a verde, Justo intentó cruzar pero entonces la cola empezó a fluir y muchos carros desesperados se comieron la luz. Justo se dispuso a esperar un poco más, aunque molesto, con los brazos cruzados sobre su abdomen, cómo solía hacer cuando se molestaba, y miró su reloj. Las agujas doradas le indicaban que faltaban veinte para las 12. El impuntual para el almuerzo iba a ser él.

Una muchacha joven, con un bebé en brazos, tropezó a Justo y pasó de largo, cruzando la calle aunque no le estuviera permitido el paso. Justo la miró de manera reprobatorio, le disgustaba cuando veía que alguien no cumplía las normas. Él, por más apurado que estuviera, iba a esperar la luz que le correspondía… Hasta que por fin la luz cambió nuevamente y Justo pudo atravesar. Lo hizo con paso apurado pero prudente.

Cuando Justo llegó a la otra esquina se volvió para ver a los vehículos desesperados comerse de nuevo la luz. Un carro negro de vidrios oscuros pasó rápidos evadiendo los peatones que aún no había llegado a la acerca y por poco atropella a una viejita. Justo se indignó y ayudó a la mujer a subir a la acera. Se quedó mirando y mirando nuevamente la calle, y cuando se volteó para seguir, algo extraño le había sucedido. Trató de caminar pero no sabía adónde. Miró en derredor y ninguna dirección parecía ser su destino. Justo Madrigal, parado en aquella esquina, no tenía idea de adónde iba.


Justo frenó y miró de nuevo hacia atrás. Varias personas lo empujaron hacia la acera. Entonces sin otro remedio, caminó, pero lento, inseguro. En su mano, un par de billetes y una moneda. Justo la abrió y se detuvo a mirar. No sabía qué hacer con ése dinero. No sabía adónde iba, qué hacía allí en la calle, como se llamaba. Se detuvo por unos momentos, y mientras estaba allí buscando desesperado su razón de ser, los carros tocaban la corneta, se comían las luces, se insultaban entre sí y gritaban a los peatones. No era un domingo como cualquier otro.

Entonces una mujer al pasar dejó unas monedas en su mano abierta. Justo las miró con sorpresa y se preguntó si acaso esa era la razón por la cual tenía dinero en su mano. Intentó contar y eran como 25 mil setecientos o algo así. Le pareció mucho dinero, pero extendió nuevamente la mano mientras seguía caminando, lentamente, tratando de entender o de determinar adónde iría.

Al rato, sin saber exactamente cuánto tiempo había pasado, un joven y luego otra mujer ya habían dejado un par de monedas y un billete más en la mano extendida de Justo. Contó de nuevo, ya eran unos 30 mil, y fue cuando vio el reloj en su muñeca que marcaba 5 para las 12 y parecía haberse detenido.

Pero nada pasó. La posición de aquellas agujas no parecía ser un momento o un número significativo para el Justo Madrigal que caminaba sin rumbo determinado por aquella avenida con la mano extendida llena de monedas y billetes. Justo movió su reloj, intentando que volviera a funcionar, pero eso no sucedió.

Era la primera vez que aquel viejo reloj de montura redonda y correa de cuero negro le fallaba a Justo. Claro, que en ése momento él no lo sabía. Se sintió un viejo ridículo con un reloj en su muñeca que no funcionaba.

El sol de esa hora comenzaba a molestarle. Así es que Justo caminó instintivamente en dirección a un kiosco que estaba al voltear la esquina, junto a un terreno baldío, y allí se cubrió, mientras pensaba en qué hacer con su pequeña fortuna.

En esa esquina bajo la sombra del kiosco, Justo, aún sin saber quién era o adónde iba, supo que la vejez que temía había llegado. Lo supo cuando miró su reloj detenido y cuando sintió el dinero en su mano sin saber qué valor tenía o qué quería hacer con él.


La verdad es que a Justo eso de olvidar pequeñas cosas a menudo le pasaba, pero su apego a una rutina diaria y la puntual recurrencia de sus compromisos y sus actividades lo salvaban de mayores conflictos. “Además, eran sólo unos pequeñísimos olvidos, eso le pasa a cualquiera” pensaba. Con suerte, ni Marta se había dado cuenta. Una vez dejó el chorro abierto, después de lavarse los dientes. Otra, el teléfono descolgado, y nunca le avisó a Marta que la estaba llamando, Clara, su hermana. Pero gracias al cielo jamás había dejado pasar los compromisos o las fechas importantes para la familia. “Eso no se lo perdonaría, eso no”, se había dicho cuando su esposa le reclamó que no se había vestido temprano para el almuerzo de cumpleaños de Amanda.


-Maestro-dijo una voz ronca tras de él.


Un hombre sucio y maloliente, con una talega de yute llena de cachivaches estaba detrás de él. Justo volteó para mirarlo y no pudo evitar una expresión de asco ante su aspecto. Mirando el dinero que tenía en su mano, el hombre le dijo:


-Le llenaron la manito, ¿no? Piche algo pa’ acá maestro, alguito pa’l fresco, ande.


A Justo no es que le agradara la idea, pero accedió y le entregó unas monedas. Después se guardó el resto en un bolsillo, con celo. Trató de ignorar a su acompañante y se concentró en su reloj detenido.


-¿Un cigarrito?- dijo el mendigo mientras se sentaba a su lado en un murito, mientras encendía el suyo.


-No, gracias –dijo Justo secamente al darse cuenta de que el hombre no tenía intenciones de irse.


Justo se dio la vuelta, se quitó el reloj de la muñeca y comenzó a mirar las agujas detenidas. Lo agitó, lo golpeó suavemente, y nada. Notó que sus muñecas parecían más débiles, más torpes, que su piel se veía más arrugada y más manchada sin el reloj en ellas, pero tener un aparato que no servía atado en su muñeca era más que ridículo. Se quedó viendo fijamente la esfera y le pareció por un momento, que se dibujaba una risa burlona en el fondo. Su viejo reloj ahora se reía de él. El ruido de la ciudad se convirtió de repente en un coro de risas crueles que se burlaban de aquel pobre viejo loco parado en una esquina, sin saber quién era, adónde ir, qué hacer. El tiempo se reía de él.


-¿Le echo una manito?


Justo vio que la risa burlona reflejada en la mica de su reloj era la del hombre maloliente.


-¿Uhm?


El hombre se inclinó y volteó su talego, de donde salieron un montón de corotos viejos: una plancha desarmada, un par de ollas pequeñas, una Barbie sin una pierna, el auricular de un teléfono negro con su cable… y finalmente, el hombre encontró entre aquel montón de basura un pequeño destornillador. Con el cigarrillo en su boca y sus manos sucias se lo extendió a Justo. Él lo miró con desconfianza, pero lo aceptó.

Con el instrumento intentó sacar la tapa trasera, pero no era tarea fácil. Mientras tanto el mendigo miraba tras su hombro lo que hacía el viejo. Justo insistió hasta que logró sacarla de un jalón y todas las piezas del reloj salieron volando por el piso.

El mendigo no pudo contener una carcajada sonora que mostró la suciedad de sus dientes.


-Ahora si que ese cachivache ya no le sirve pa’ nada, maestro.


Justo se quedó inmóvil mirando las piezas de su reloj que rodaban por el suelo. Oyó la risa multiplicarse, el ruido de la calle nuevamente, de repente el tic de otro reloj, muy fuerte, luego una voz que decía “a las doce en punto”. Reaccionó, esa voz era la suya, pero ¿qué pasaba a las doce en punto?

Justo, desesperado se dio vuelta y cruzó la calle rápidamente, dejando al mendigo allí en el muro, recogiendo el reloj desarmado.


-Maestro ¿me lo regala?


Justo no le prestó atención, pues quería llegar hasta la plaza, a ver si allí encontraba un reloj que le diera la hora, acaso podría alcanzar tal acontecimiento de las 12. Cruzó la calle con dificultad, huyendo del ruido que se parecía a las risas burlonas de su cabeza.

Llegó a la plaza. Allí había niños que montaban bicicleta, parejas que se tomaban de la mano, un par de estudiantes que parecían estar haciendo una tarea, unos jovencitos con gorros coloridos que jugaban con una pelotita entre sus piernas y gente que esperaba, solitaria, por algún compañero en sus bancos.

Justo se detuvo por un momento y los miró. Una niña acababa de caer de la bicicleta y otra, que la miraba, reía del golpe. De repente, en medio de su paranoia, a Justo le pareció que se volteaban hacia él y lo apuntaban y mirándolo, reían con la fuerza y el desparpajo de sus carcajadas infantiles.

Más allá, en un banco, dos jovencitos que dibujaban algo en un cuaderno, le mostraron las hojas cuadriculadas en las que habías trazado un reloj de caricatura, con una gran sonrisa de bufón y mil agujas que apuntaban horas diferentes.

Los rastafari ya no jugaban con una pelota, sino con un reloj de mesa entre sus piernas. Se lo lanzaban entre ellos mientras se iba rompiendo, y se reían diabólicamente, como quien maltrata a un animalito. Uno de ellos lanzó fuertemente el artefacto, que fue a parar tan sólo a unos metros de donde estaba Justo en su delirio.

Un jovencito de cabeza rapada y franela de Bob Marley vino a recoger la pelotita. Justo la miraba fijamente, caminó hacia ella y se inclinó como para tocarla, pero el muchachito la agarró primero. Justo se echo hacia atrás y se volvió, y en el camino encontró a un joven que esperaba molesto, con un regalo en la mano, por quien Justo supuso era su pareja.

“¿Quizás es que al que espera no tiene puesto reloj” pensó Justo. “O se le detuvo justo cuando venía para el encuentro”. Miró a todos lados tratando de encontrar un reloj grande, de esos que suele haber en algunas plazas. Estaba seguro de que allí tenía que haber uno.

Al fondo, lo divisó. Estaba montado en una torre de concreto, tenía una gran esfera, redonda y blanca. Justo se dispuso a caminar hacia ese extremo de la plaza.


-Maestro- dijo el mendigo tras de él- ¡lo compuse, mire!


Justo se detuvo y volteó a ver al hombre maloliente que lo seguía. Él lo miraba ilusionado de mostrarle su logro, agitando la mano. Justo, aún desconfiado, se le acercó sólo para ver que ahora su reloj no tenía mica, y el mendigo, burlesco, movía las agujas con sus dedos, al tiempo que decía suave y quedo, como un payaso:

-Tic, tac, tic, tac…


Justo ni siquiera lo miró. Se sintió humillado. Dio media vuelta y siguió su camino hacia el reloj de la plaza.


-Pero ¿qué fue, maestro? ¿No le gusta como camina? ¡Si quedó fino!


El hombre reía a carcajadas. Justo caminó más rápido, queriendo acribillar a aquel mendigo que jugaba con su dignidad tan cruelmente. Pero lo animaba la esperanza de descubrir el reloj de la plaza y saber por fin qué hora era. Esperaba que no más de las doce.


Tenía el corazón agitado y hacía mucho calor, pero el caminaba firmemente a su destino. A medida que se acercaba pudo ver que las agujas no estaban juntas y un poco más adelante…que el horario señalaba el uno y el minutero… un poco más adelante del dos… era ¡la una y diecisiete!
La una y diecisiete, o sea que la cita o el compromiso, lo que fuera que tenía que hacer Justo a las doce ya había pasado, por más de una hora cuarto. Justo se sintió perdido, verdaderamente perdido. Siguió caminando lentamente hacia el reloj y lo miró, como si él fuera el culpable de su situación.

El reloj desde su torre de concreto estaba indiferente y seguía moviendo su segundero sin reparar en la presencia del viejo. Justo lo odió por haber dejado pasar al burlesco y cruel tiempo, mientras él estaba en una esquina sin saber qué hora era, adónde iba…

Se quedó allí mirándolo, y molesto, con sus brazos cruzados en el abdomen, tratando de recordar lo que no recordaba. Así pasaron unos minutos y luego unas horas. A ratos Justo miraba a su alrededor esperando ver algo que le diera luz a su mente desorientada, pero ése algo no llegaba. Retrocedió y se sentó en una banco vacío y siguió tratando de pasar el tiempo, hasta que algo pasara.


Cuando el sol empezó a ponerse sobre la plaza, como cada día, Ramón se acercó a buscar donde dormir. Llevaba bajo el brazo unos cartones y los suplementos que le regalaban algunos vecinos del periódico del domingo. Pasó frente al reloj, y fue entonces cuando vio a Justo, allí sentado, con la mirada perdida. Le pareció extraño. Trató de saludarlo pero como Justo no lo veía, le llegó por detrás y le tocó suavemente el hombro.

-¿Doctor?

Justo salió de su ensimismamiento. Al ver al muchacho, sucio y maloliente también, como el que lo había molestado en la tarde, se levantó del banco y retrocedió, temeroso.

-Doctor, raro verlo por aquí a estas horas… ¿cómo me le va?

Justo retrocedió aún más y se volteó para buscar otro banco donde sentarse.

-Ta’ bien, no se moleste. Yo que na’ más quería saludarlo…

Ramón siguió masticando un puñado de maní con concha que traía en la mano. Siguió al viejo con la mirada y luego caminó nuevamente hacia él.

-Mire, y ¿no tiene algo por ahí pa’ que me de, mi doctol?

Al ver que Justo le huía.

-No sea así, pero si su esposa suya de uste’ siempre me da alguito… pal cafecito de mañana anque sea…

Justo se detuvo. Aquel hombre le hablaba de “su esposa”, así que tenía familia, ¡tenía a alguien! Por primera vez en todo ese día –y en mucho tiempo- Justo experimentó algo diferente a la duda. Se volvió hacia Ramón.


Después de todo aquel muchacho parecía más joven y también más buena gente. Y lo conocía, lo más importante era que lo conocía, y a su esposa también y quizás a sus hijos…y tal vez hasta sabía dónde vivía.

-Y ¿si vamos hasta mi casa y allá le pedimos a mi esposa que le de algo?


En el ascensor, Ramón miró a Justo, sospechoso.

-Doctor ¿y usté como que estaba por ahí solo haciendo alguna rubiera?

Justo no respondió. En cambió miró cuidadosamente los números que cambiaban a medida que el aparato iba subiendo. 4, 5, 6… Se detuvo. Al ver que no había nadie supuso que era allí donde debía bajarse y Ramón le hizo gesto de dejarlo pasar primero. Ramón iba emocionado. Justo, también.


Cuando Marta abrió la puerta, el escándalo dentro fue casi comparable con el de la tarde en la calle. Su mujer lo abrazó. Luego corrieron sus hijos Amanda, Alfredo y después Antonio y Ana María que se habían instalado allí toda la tarde cuando se enteraron de la desaparición del padre. Antonio lo abrazó con más fuerza, sin Justo saber por qué.

-Pero ¿qué pasó papa?-dijo Amanda, con el habla acelerada- si te estábamos esperando, con el vino, y la comida…

Justo no sabía qué responder, pero intentó abrir la boca. Ramón se le adelantó:

-No mire lo que pasa, señorita, es que al doctol lo secuestraron unos malandros que se la pasan por aquí, merobiando la plaza, ¿uste’ ve? Secuestro express, como lo llaman…

-¡Dios bendito! ¿Por aquí mismo?-dijo Alicia, la vecina, que había salido de la cocina con unas tazas de te en la mano.

-Así mismo es, mi señora. ¿No ve que le quitaron hasta el reloj, pues?


Cuando Ramón habló del reloj, Justo miró su muñeca, huérfana sin el reloj que había perdido. Estuvo a punto de interrumpir el relato ficticio de Ramón, pero se dio cuenta de que teniendo aquel grupo de personas que lo esperaban, que habían estado preocupados por él, no podía defraudarlos y confesarles que no había estado secuestrado sino perdido, pero no en la ciudad sino en el tiempo; en el cruel tiempo que decidió seguir adelante sin él, que se quedó parado y solo en una esquina de Caracas. No podía humillarse contándoles cómo el tiempo y la gente en la calle, se había burlado de él. Así que no más asintió.

Justo Madrigal dejó a Ramón, el loco de la cuadra, contar su historia de aquel domingo y se abstrajo en el reconocimiento de los rostros de su familia, mientras luchaba por tatuar en su memoria –o en lo que quedaba de ella- los nombres de cada uno de sus afectos olvidados.


FIN

Marcelo y la oscuridad, Jesús Eloy Gutiérrez (Sabatino)

I

Marcelo se percató que estaba en un sitio extraño unos instantes antes de abrir los ojos. Aún permanecía como dormido. Al rato cayó en cuenta que no tenía puesta su habitual ropa de dormir. Eso lo hizo al entreabrir los ojos. No había dudas, no estaba en su cama, menos en su cuarto, mucho menos en su casa. ¿Entonces dónde estaba? y ¿por qué estaba allí? ¿cómo había llegado? fueron sus primeras preguntas. Se incorporó y trató de buscar el interruptor de la lámpara de la mesa de noche que percibía cerca en la penumbra de la habitación. La oscuridad le inquietaba. Después de unos tropiezos y de estamparle un fuerte cabezazo a la pared lo consiguió. Uy, esto parece un hotel, dijo al rato, buscó la puerta, su afirmación se lo confirmó un cartel: “Normas de los usuarios”. Ahora, un poco más despierto, se incorporó por completo, puso sus pies en el piso y fue directo al interruptor, la luz se hizo completamente en el pequeño cuarto de paredes color salmón y rodapié como vinotinto, muebles viejos y un enorme cuadro del Boulevard de Sabana Grande de otro tiempo. La cama de una madera oscura pareciera estar más cerca del suelo en su esquina derecha. Marcelo luego de hacer este breve reconocimiento del sitio buscó la ventana; ésta se encontraba escondida detrás de unas persianas amarillentas, que pronto apartó. Miró hacia la calle, esto me parece conocido, parece la Casanova, es la Casanova, allá está El Arabito, dijo. ¿Y cómo vine a parar yo aquí?... ¿Qué hora será?, buscó el reloj, no lo encontró, tampoco había rastro de su ropa por toda la habitación, ah debe estar en el closet, buscó, nada solo uno ganchos solitarios. ¿Cómo salgo de aquí si no tengo ropa? Una fuerte migraña anunciaba fastidiarle. ¡Que sed tengo! musitó por un momento, luego se acercó a la puerta, se cercioró que nadie pasara o estuviera cerca, abrió, miró el número de la habitación, cerró y corrió al teléfono, marcó, una voz le contestó, buenas, señorita estoy en la habitación número 13 y no consigo mi ropa, me puede decir qué ha pasado, ¿cómo qué no sabe?, silencio... entonces llame al encargado, al gerente, a quién sea, pero yo no me pude quedar sin ropa por arte de magia, silencio... está bien esperaré, gracias.

Marcelo estaba desconcertado, no sabía porque estaba allí, ni mucho menos porque no aparecía su ropa. Estos minutos de espera le sirvieron para hacer memoria; por más que intentaba no recordaba haber llegado a ese hotel; sentía un vacío en su mente; presentía una tragedia. Se sentó en la cama, cerró los ojos e intentó recordar nuevamente. No sabía ni que día era... Al rato le vino un recuerdo, unas palabras de su mamá, aunque las recordaba borrosamente. Las discusiones con su madre se habían agravado en los últimos tiempos en la medida en que aumentaron sus desapariciones de fin de semana, incluido el lunes.

En verdad, en los últimos tiempos la vida semanal de Marcelo, el hijo único de la maestra viuda y jubilada del 3-D, de las Residencias Roraima, de la California, se divide en dos tandas. La primera la del hijo consentido, que discurre entre el mediodía del martes y la noche del viernes, cuando empieza la segunda tanda, donde se juntan discotecas, bares, taguaritas, casas de conocidos hace un rato, una esquina o cualquier sitio que permita pasar el momento, hablando pendejadas y exprimiéndole el sumo a unas cuantas cervezas. En esos menesteres tenía por lo menos seis años, desde que Juan Luis, un amigo del liceo, lo invitó a un matinée en su casa y estuvo desaparecido por más de una semana. Su madre, a los dos días denunció la desaparición, al séptimo lo daba por muerto y al noveno casi se muere de un susto al verlo aparecer como si nada.

Desde entonces no vive para otra cosa. Si su padre estuviese vivo ya lo hubiese matado de un disgusto. Su madre intentó que siguiera sus estudios, pero eso fue imposible, al convencerse de ello, le consiguió un puesto de ayudante de almacén en el supermercado de su hermano, pero a Marcelo eso no le venía, así que no duró mucho. Lo único que le ha llamado la atención en estos años es lo de la mecánica, aunque como él mismo dice, no tiene disciplina pa' eso. Unas de las cosas que más le encanta de sus salidas de fin de semana son las carreras de caballos, para eso sí tiene buen ojo; unas cuantas veces ha ganado, aunque si sumara lo que ha gastado en todo el tiempo que lleva en esa práctica, no se pondría tan alegre.

En una época luego de ver lo angustiada que se ponía su mamá había decidido dejar sus aventuras, pero la cuarentena duró poco, vinieron unos amigos un sábado en la tarde y no pudo decirles que no.



II

Un hombre cruza la calle y no ve nada. Hace apenas unos minutos su vista era perfecta. Nunca había sufrido enfermedad ocular alguna, ni siquiera usaba lentes. Es como que todo se le hubiese borrado; escucha ruidos de carros, conversaciones de la gente cerca, otros como él, que vienen del mismo sitio y llevan su mismo destino. El frío en su cara le permitió hacerse un aproximado de la hora: casi amanece; recordó que estaba lo bastante lejos de su casa.

De inmediato pensó en su mamá, la vio aún sumergida entre sus sábanas; recordó la última discusión que tuvo con ella esta misma semana. En ese instante, sus últimas palabras las sintió como una premonición: “Marcelo, hijo, hasta que no te ocurra algo no vas a dejar esas aventuras”.

El sitio de donde había salido antes de quedarse a oscuras era el que más frecuentaba. Le parecía un ambiente frío, sin rollos, donde el único problema era no poder divertirse. Total, al quedar tan lejos de su casa, no había peligro de conseguirse a conocidos de su mamá, a quien pronto irían con el cuento.

Llevaba unos cuantos minutos sin ver nada claro ni distinguir nada. Desesperado, abre y cierra los ojos como tratando de resetear la vista, pero no logra ver nada; recordó, el edificio que estaba al frente, unos pasos más allá está la entrada al estacionamiento donde dejó el carro; un poco más hacia la izquierda estaba el sitio al que se dirigía ahora. Lo sabe porque esa calle la ha cruzado un sinnúmero de veces sin que le sucediera algo parecido. Pero ¿cómo hará ahora para llegar? sino ve nada. Ya sus deseos de comerse su arepa rellena de pollo con trozos de aguacate no es mera necesidad de alimentarse, se torna en una necesidad apremiante, es como estarse conteniendo los deseos de ir al baño y llega el momento y no se puede resistir más. Sin dudas la arepera quedaba diagonal de donde había cruzado. Nunca se imaginó que esto pudiera pasarle; el temor a la oscuridad siempre lo había asociado con fantasmas y aparecidos. Eso le aterra.

− !Coño! ¿Será que me he vuelto loco?- se dice.

Tantea con las manos, no toca nada; se estruja los ojos.

−¿Quién apagó todo?, ¡que locura! esto parece una película, ¿será que estoy soñando?- se dice.

Decide voltear hacia el sitio donde cruzó, también se ha vuelto oscuro, no ve nada. Piensa: si doy los mismos pasos que di para cruzar estaré en el sitio de donde salí y podré descubrir qué me pasa, creo que fueron diez o quince... ¿y si me atropella uno de esos carros que escucho?

−¿Qué hago?... Sí, voy a regresarme allá, seguro alguien me acompañará y ya, solucionado el problema… ¿Cómo si no conozco a nadie? Seguro que pensarán que les voy hacer algo, que los voy a engañar, ¡coño pero que hambre tengo!, creo que me voy a desmayar.

Hasta ese momento había aguantando la angustia que le producía saber que todo estaba oscuro; reconoció que todavía no había superado la fobia a la oscuridad; es una de las pocas cosas que le quedaron de niño; de ese niño que desapareció, como el agua en la arena, cuando su padre partió.

Siente un leve mareo que lo hace tambalearse; da unos pasos y se da cuenta que tropieza con un jardín, bueno uno de esos jardines que se colocan para aislar la calle de los edificios. Palpa bien con las manos y siente que hay un sitio adecuado para apoyarse, incluso para sentarse, aunque las matas parecen que son de espinas. Se sienta, ¿qué hago ahora?, ¿qué me estará pasando?... Si grito: me he quedado ciego, tengo hambre, seguro alguien me podrá ayudar, ¡coño qué pendejo soy!, si todos están como yo, nadie me va a creer, si todo están como yo, lo que van a pensar es que estoy hecho una mierda. ¿Y si llamo a alguien?

Se busca el teléfono, ¡coño! lo dejé en el carro. Comienza a sentir una gran sed, bosteza, como que se fuera a quedar dormido.


III

Las dependencias policiales siempre le habían parecido como la noche, lugares oscuros, tenebrosos; bajo su “supuesta autoridad” veía las más grandes injusticias y abusos; para él aquellas eran la forma perfecta de delinquir sin remordimientos; no recuerda desde cuando comenzó a tener esa apreciación. Total, eso no le angustió nunca hasta ese momento, cuando tenía que enfrentarlos; eso le recordó la extraña muerte de su amigo, que la policía no pudo esclarecer, más bien la tiñó con un baño de oscuridad.


Buenas tardes, vengo a poner una denuncia.

−Espere un momento…

El funcionario policial, luego de hacer unos chistes con sus compañeros y de burlarse de algunos de los futuros denunciantes que esperaban en una cola, le da el turno a Marcelo.

−Sí, bueno, la verdad es que no sé por donde empezar…

−Por el principio… dígame su nombre…

−Marcelo Gómez…

−¿Qué profesión….?

− Ah, bueno… mecánico, sí mecánico…

El policía lo mira con sospecha.

−Vivo en la California, Residencias Roraima…

−Vengo a denunciar el robo de mi carro, bueno en realidad el carro de mi mamá…

−Eso no es en este departamento, pero déjeme que tengo que reseñar la eventualidad, eso es en piso 2, en la División de Vehículos.

−Dígame ¿Cómo sucedió?

−Es que allí es que está el detalle, no sé como pasó… Era el viernes en la noche, estaba tomándome unas cervezas en la tasca El Purgatorio de Los Chaguaramos, bueno, la verdad empecé en el “León” con unos amigos que conocí la semana pasada, como a las 12 ellos se marcharon, me aburrí y me fui a Baku, allí el ambiente estaba ladilla, así que fui para El Pulgatorio, ahí la cosa estaba cool, me senté a la barra y comencé a tomarme mis cervezas. Me lo tripié un buen rato; como a la hora, tal vez dos, como siempre lo acostumbro, di una última calada, pagué mis cervezas, fui al baño y me dispuse ir a La Salvación, una arepera que queda junto diagonal a El Pulgatorio, para comer algo, es que no había cenado y ya las tripas me estaban reclamando. Salí del local, andaba sí creo que como prendío, lo admito, tú sabes las luces, la música, el ambiente, el ambiente del viernes –mientras decía esto recordó una frase de su madre: “!Coño!, Marcelo, la caña no se va acabar!”. Crucé la calle y me quedé a oscuras, no veía nada, pero nada, me mareé, me pegó mucho sueño, era algo terrible. Hasta hace unas horas que desperté semi desnudo en un hotel de la Casanova.

El policía luego de desnudar con la vista a una linda joven nerviosa que acaba de entrar.

−Mira amigo Marcelo, pon tú firma aquí y complétame ésta planilla... Por lo que me dices, has comenzado ser parte de los registros de víctimas de la llamada burundanga… en los últimos días han llegado varios casos como el tuyo; algunas víctimas no han quedado para contarla… Aparte, hay muchas personas que no denuncian.


En ese momento Marcelo no escuchó más las explicaciones que le continuaba dando el policía, se abstrajo, recordó comentarios de unos amigos de ciertos papeles que entregaban a las salidas de Metro, de las agujas infectadas de los cines, de los cócteles de la muerte de algunos sitios nocturnos; todas esas cosas le parecían artimañas de ficción, de gente que no tiene oficio y se la pasa propagando rumores. Pero la convicción con que el policía dijo aquello le hizo recordar una película, “Sombra de la noche”, una de esas de espionaje durante la Guerra Fría, la había visto varias veces, porque le llamaba la atención las investigaciones que hacían dos científicos rusos para descubrir un antídoto contra la llamada “droga de la CIA”. Una de las primeras sorpresas que se encuentran los científicos es que ya en la época nazi era conocida como el “sueño de la verdad”. Marcelo comenzó a recrear las escenas de la película en su mente, sin oír las instrucciones que le estaban dando. Se imaginó abusado sexualmente, sin algún órgano, por eso el dolor de cabeza que ya no soportaba; con algún implante; como conejillo de indias de algún experimento científico de alguna potencia; se desesperó, como pocas veces los hacía; pensó en su madre.



IV


Marcelo no había tenido noticia de su tío desde los días en que trabajaba en el supermercado. Esa mañana lo recibiría en su nueva morada, de la cual no podía salir desde el día en que fue a poner la denuncia a la policía. A la hora prevista para la visita lo trasladaron a un cuarto sin ventanas, donde el único mobiliario eran dos sillas y una mesa de madera. Tiene media hora le dijo el custodio, al rato entraba su tío, al verlo Marcelo se dirigió a recibirlo con una abrazo.

− Ay sobrino, que desgracia ha caído en nuestra familia...

Marcelo pareciera que fuera a llorar.

− ...Yo sé que tú eres inocente, que eso de que te acusan es la mayor locura que puede estar ocurriendo −mientras lo estrecha más, como dándole aliento... fíjate como titula hoy este periódico, Marcelo se aparta del tío y busca, lee el titular de la noticia, se dirige a una de las sillas, se sienta y busca en el interior del periódico el texto completo:

“Hijo implicado en la muerte de su madre”.

“Según fuentes policiales, Marcelo Gómez ayer fue detenido preventivamente, como sospechoso, por los momentos, en la extraña muerte de su madre, acaecida el pasado sábado, en horas de la madrugada.

Según el parte policial la víctima, vecina de las Residencias Roraima de la California, fue atada de pies y manos en su residencia con los cables del teléfono; igualmente se le impidió gritar mediante una cinta adhesiva que se le colocó en la boca. Una vez inmovilizada la señora, los malhechores procedieron a cargar con todas las pertenencias de lugar. Por el modus operandi del suceso, al parecer, la ardua labor debió contar con el concurso de por lo menos tres o cuatro personas.

Declaraciones de vecinos que no se quisieron identificar aseguran que el apartamento fue descargado en el carro de la misma señora, vehículo que por lo general lo conducía su hijo; que los ladrones hicieron unos dos o tres viajes. Marcelo fue detenido y está siendo interrogado exhaustivamente, ya que en toda la habitación no se encontraron huellas de otras personas, sino las del hijo de la víctima.

La infortunada señora murió de un infarto, al perecer, permaneció más de doce horas atada, sin poder respirar normalmente; era asmática. El vehículo no ha aparecido.”

− Marcelo, lo peor es lo que ha declarado la conserje, ella dice que tú estabas con los tres sujetos que cometieron todo, que la saludaste, que estaba oscuro, pero que ella distinguió muy claramente tu rostro...

Al escuchar las palabras de su tío, Marcelo pensó: “la vida es como las carreras de caballos; un día la suerte es para unos, otro para otros”. Acto seguido, sus pensamientos se oscurecieron, como le había sucedido aquella noche con la vista; sólo le quedaba un pequeño resquicio para calcular que en unas pocas horas ya sería viernes y no había señales de salir de allí.