Severo Fortuna, como todas las mañanas supervisa el trabajo de los peones, al tiempo sonríe por la travesura de la noche anterior. Sonrisa interrumpida al ver a su esposa en la ventana mirarlo fijamente. Recuerda que hace unos minutos ella le confesó el deseo que tiene de ser madre, a lo que respondió tajante:
—Sabe que no se puede, no se lo permito ni a los peones. El pueblo es muy pequeño, olvídate de eso
La tarde del 25 de Octubre de 1910, como de costumbre, Severo sentado en una butaca que ahí en medio de la sala, fumándose un habano, suelta las bocanadas de humo a su esposa quien arrodillada ante él le limpia las botas de trabajo. Por momentos ella lo mira de reojo tiernamente con la intención de ser retribuida. De pronto se escucha la campana repicar tres veces, para ellos significa la muerte de alguien, se levanta curioso
—¡Acaba de morí uno!, dijo soltando el habano en el piso. —Tengo que salí averiguá, anunció a su mujer. Quería ir al velorio porque eso significaba ron y chocolate.
Al cruzar la calle que lo llevaría a ningún destino se detiene al escuchar a un hombre decir
—Murió don Eleuterio Gómez, por fin descanso en paz!
No se extraña de la noticia, el difunto tenía días enfermo, lo único que lamenta es la lealtad que le profesaba Eleuterio, quien no solo era capataz de la hacienda sino su cómplice; a veces ponía horas extras a los trabajadores para que el amo tomara turno con las mujeres de ellos. Severo emprende la ruta a casa del viejo amigo.
Al llegar se santigua y mira a todos los presentes; en medio de la sala el difunto, lo cubre una sabana blanca, cuatro velas a su alrededor y una cruz a mitad del cuerpo, sobre un mesón, sin ataúd, aparte de Severo nadie puede darse un lujo como ese. Severo se acerca a la viuda: doña Petra, sus parpados están un poco recrecidos, no ha dejado de lamentar el suceso. Coloca su mano en el hombro de la señora y casi sonríe; tarda unos segundos y se va a donde está la diversión, unos hombres jugando dominó, otros se echan buenos tragos, el resto, bien gracias, Severo, ron y chocolate.
—A emborrachano por la muerte de Eleuterio, por nada del mundo debe pasa debajo de la mesa, dijo a viva voz. Leónidas, el tuerto, le ofrece un trago, acepta, lo alza y dice:
—Por usted mi don, sonrió mientras pensaba para sí: —Doña Petra está demasiado mayor, Diablo, no podrá hacele el favor, cuánto lo siento. Diablo; y rió más fuerte.
A punto de la medianoche Severo abandona el velorio en busca de compañía femenina, con todos los hombres en casa de Eleuterio era inevitable. Su objetivo se encuentra cerca del río, justo en la choza de Wenceslao: desde hace días le tiene ganas a Aída. Se dispone a entrar por la ventana y siente unos ladridos, ladridos turbios, de terror. Se volteó y observó una sombra que se acercaba. Al tenerla a centímetros quedó sin aliento, era alguien con vestido de novia negro seguida por seis perrazos del mismo color, los ojos achinados y rojizos. Corrió al velorio y gritó:
—Traté de í a dormí y no pude, tengo que está con Eleuterio hasta que lo sepulten
Leónidas observa la descomposición blanca del rostro de Severo: —Diablo, ¿qué te traes?, piensa mientras se carcajea y le acerca un vasito de ron.
Severo jamás contó lo que vió a orillas del río. Al rato, un grito:
—Se han robado a la Aída
Era Wenceslao, fue a su casa a dormir y no encontró a su esposa en la cama. Severo no se atrevía a confesar lo que vio cerca de la casa. Varios hombres se acercaron a Calmar a Wenceslao.
Un grito anónimo, fantasmal dijo:
—Hace rato vi a don Severo rondá por la casa de Wenceslao
Todos voltearon y no lograron encontrar el origen de la voz, Leónidas buscó la mirada de Wenceslao con su único ojo, el amo se negó una y otra vez, jamás estuvo cerca del río. Por respeto al jefe y por seguir perteneciendo a la gran familia del cacao Wenceslao decidió creer.
Severo contó a su esposa todo sobre la mujer y los perrazos; claro sin decir lo que buscaba y su huida. A la hora del entierro todos hicieron un alto en sus labores para despedir al difunto; las mujeres observaron desde la ventana de sus casas, los lamentos de la viuda se escucharon por todo el pueblo. Al primer rezo sólo asistió Plutaco Guerra —cura del pueblo—, La Iluminada, dichosa que todavía disfruta la soltería, y Severo quien se acercó unos tres segundos por cumplir, el resto seguía en la brega.
—Velorio es velorio, ron chocolate y mulata, yo aprovecho, dijo para sí Severo. Justo cuando el reloj marcó la medianoche apareció la novia, aparecieron los perros.
—El bicho malo, dijo uno. —El alma de Eleuterio, decían otros, nadie se acercó. Mientras Severo quedó inmóvil, pensando en la casa de Wenceslao, pensando en Eleuterio
—¿Qué me pasa?, yo soy un macho…!, se dijo mientras corría hacia su casa después de recobrarse.
Antes del alba un hombre salió gritando
—Se han robao a mi mujé, se la llevo el bicho malo. A éste se unieron unos diez más gritando lo mismo. Severo al escuchar decidió no salir de la casa, miraba tímidamente por la ventana de su cuarto.
—Quien se ha llevao a nuestras mujeres es Severo, dijo Wenceslao. —Ese no pué vé una falda, dijo otro. Llenos de rabia fueron a buscarlo y lo llevaron a la plaza mayor dispuestos a lincharlo. Leónidas acompañaba y se limitaba a mirar al viejo Severo, tenso de rabia contenida, de impotencia, y los campesinos, buscando revancha después de tantos años.
“Hay que matalo”, “¡Que sufra!”, “Se acabó la guachafita con nuestras mujeres!” se escuchaba, el pueblo fue copado por los gritos de Severo, quien no dejó de repetir una y otra vez que nada tenia que ver con las desapariciones. Nadie le creyó. Chente Parra, el prefecto, también cómplice de Severo por muchos años, salió con el machete y el revólver, pero cuando vio la multitud se devolvió en silencio. Severo lo vio alejarse y pensó que nunca había visto alguien tan cobarde.
Lo ataron con una soga, todo estaba listo para mandarlo directo a la otra vida, Severo miraba a su esposa, quien observaba desde la ventana con cierta compasión. Piedras, palos en manos, uno, dos y, de repente, apareció Plutarco a implorar por el infortunado
—Solo nuestro señor puede quita la vida, ¿Severo diga a dónde se llevo a las mujeres?
No hubo respuesta, Severo ni siquiera pudo decir que no sabía nada de nada. —Si nuestras mujeres no aparecen antes de medianoche te mandamos directo al infierno Severo Fortuna, dijo Wenceslao.
—Vamos a seguí buscando, propuso el más joven. Los peones dejaron al cautivo en la plaza acompañado del cura.
—¿Dígame donde tiene a las mujeres?, dígame Severo, preguntó el cura tratando de escuchar algo que apaciguara a la gente.
—Esta bien, yo le voy a decí, pero primero debe haceme un favor, vaya hasta mi casa, le pide permiso a mi mujercita, entra al despacho, en una de las gavetas hay un manojo de llaves, la más pequeña es de un baúl que está debajo del escritorio, tome la mochila que está ahí dentro y llévesela a la sacristía y le prometo que en la noche iré por ellas y las devolveré a sus maridos, aseguró Severo, atropellando las palabras con desespero El sacerdote creyendo en sus palabras fue a la hacienda en busca del pedido.
Llegada la noche y los peones a la plaza con ganas de linchar a Severo si de una vez no decía a donde se llevo a las mujeres
—Bien, falta poco para la media noche, le queda poco Severo, le recordó Wenceslao.
Leónidas miraba los ojos de Severo y se decía: —¡Nunca pensé que te ibas primero que yo, Diablo!
—Les entregaré a sus mujeres; pero antes quiero ir a la iglesia a confesame y luego los llevo. Los peones aceptaron y esperaron.
—A ver si el curita lo tiene todo y me voy, pensaba Severo. —Si se resbala, se muere, pensaban muchos.
Las pocas mujeres, o las reservas, como se les llamaba, observaron desde la ventana de sus hogares cada movimiento. La Iluminada fumó tabaco tras tabaco a ver si encontraba respuesta, Plutarco pasó horas arrodillado ante Cristo para que Severo cumpliera con la promesa, Chente jugaba con la empuñadora del machete desde la prefectura, en plena oscuridad, esperando por si podía hacer algo para salvar a su jefe. En la iglesia, Severo fue directo a la sacristía, en la puerta principal lo esperaban. Sin preludio entró a la iglesia la novia de la noche seguida por sus perros.
—El bicho malo, dijo el más joven mientras se escondía detrás de la puerta. Ella sin palabras siguió su camino. Nadie se atrevió a seguirle los pasos, mientras Severo aprovechó para escapar por la puerta trasera. No pudieron alcanzarlo, llegó al final de la montaña y se encontró con una cueva: en la entrada estaban seis perros, muy negros y con los ojos rojos y achinados. Entró decidido: estaban todas las mujeres reunidas, en medio de ellas el personaje del velo dando instrucciones.
—¡Así que aquí estaban, sirvergüenzas! ¡Vamo pué, p’al pueblo!, gritó volviendo a ser severo Fortuna, el amo, el mandamás.
—A ninguna parte iremo con usted, jamá dejaremos que vuelva a tocano, dijo Aída apoyada por las demás.
—¡Aquí se hace lo que yo digo!
La novia se volteó y Severo bajó la mirada. Ella, con una seña, les indicó a las demás que salieran. Severo sacó un revólver de la mochila.
—Ahora sí me va a decí quién es usté y por qué se vino a mi pueblo, preguntó severo apuntando; antes de continuar la novia soltó el velo. Severo soltó el revólver, sorprendido
—¿Tu? ¡No pué sé! Retrocedió dos pasos, recogió el revólver y salió en una carrera torpe.
Antes del amanecer las mujeres regresaron al pueblo, reunieron a sus maridos en la plaza y les explicaron.
—Nos cansamo de está encerrás, teníamos miedo y ella nos echó una manita, decía Aída en medio de las demás. —Si quieren volvé con nosotras deben cumplí una qui otra regla, siguió.
—Lo que quieran, dijo Wenceslao. Aída respondió: Permitino salí a la calle, deja que salgamo preñá y sobre todo protégenos de lo tipos como el Severo Fortuna. Sin oponerse aceptaron las condiciones.
Nadie sabe qué pasó con Severo Fortuna. Los cacaotales los compró una empresa de la capital y ya nadie se siente esclavo. La esposa de Severo conservó la casa grande. Vive sola y únicamente se ve en las noches la luz de una vela en una de las habitaciones del fondo. Y también de noche se escuchan los fuertes ladridos de unos perros que deben ser muy grandes.
Varias veces a la semana los niños se reúnen en la plaza y el tuerto Leónidas cuenta la historia de la novia negra y sus perros, al final todos termina riéndose y le preguntan de dónde saca tanta locura. Cuando queda solo, Leónidas mira al cielo y se dice: —Diablo, ¿dónde tarás metío?
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