miércoles, 25 de abril de 2007

Cruzada, José Luis Zaldumbide (matutino, semana)


I

Después de las maniobras de emergencia en la División Aerotransportada 101, destacada en Al-Fallujah, Ahmed José Khalid ha decidido que no obedecerá ninguna otra orden de sus superiores, de sus compañeros, familiares, ni ningún otro ser viviente.

Todavía está fresco en su memoria, el recuerdo del último incidente de las maniobras. El sargento Roddy, se empeñó en extender un par de horas la duración del ejercicio de avance solapado, cuando todos estaban cansados y algunos mostraban agotamiento. Y además, le dedicó a Ahmed José su punzante desprecio, una vez más: “aprende a proteger tu trasero islámico-americano de los islámicos puros, Mu-Ahmed, ellos no perdonan jamás…”.

Pero –piensa Ahmed José- Roddy se queda corto; en realidad tampoco los islámico-americanos lo han perdonado jamás, partiendo de que tienen dificultad para perdonarse a ellos mismos. Sus recuerdos reviven las diferencias entre su trabajo, en Kingsville, y lo que parecía bueno para su padre islámico, tan distinto de su madre hispánica, y tan inconformes ambos con lo que la sociedad les permitía ser, lo que esa sociedad le permitió a Ahmed José ser: rechazado como hispánico y temido como islámico. Un trabajo como obrero, diferente de cualquier aspiración comerciante paterna. Un trabajo digno del sometimiento soportado por su madre. Roddy no es distinto de los jefes en el trabajo de Kingsville. Trata de sacar de su gente lo máximo que le permita su ánimo inconforme, y la disciplina deforme dentro de una cadena con fisuras y falsedades visibles para cualquiera. Roddy descarga su frustración en casi todo lo que hace, y como lo suyo es mandar, muchas veces resulta un liquidador de cualquier motivación en sus subalternos.

El último entrenamiento tocó un límite para Ahmed José. Una especie de iluminación que le hizo comprender por primera vez, el absurdo de continuar una vida en la que no podía encontrar sentido, en la que cada personaje parecía actuar para hacerle más difícil, acaso imposible, su propia existencia. El calor implacable, en unas calles llenas de obstáculos entre fachadas alternativamente enteras o semidestruidas, los hombres moviéndose por posiciones mutuamente cubiertas. Juego de ajedrez lleno de peones en ritmo monótono. Roddy cronometrando. Lo peor eran los trechos arrastrándose en tierra, entre la polvareda casi continua. Y el veredicto de retraso, que obligaba a comenzar la partida, una y otra vez. Encima, soportar las órdenes que pretendían darle sus iguales, alterando su nombre al apodo “Muhammed”, como para achacarle la ineficiencia generalizada de la que él, en particular era el menos culpable. Ahmed José siente una mezcla de rechazo y desprecio por Roddy, lo mismo que llegó a sentir por sus jefes de turno en el trabajo en Kingsville.

El entrenamiento-pensaba Ahmed José- repetía incansablemente las fórmulas para lograr mayor efectividad en los soldados, con lo cual estos podrían, además, conservar sus vidas lo más enteras posibles. Si. Los caídos en acción reducían la efectividad del 101, además de reducir la suya propia, largo plazo, sin repuestos. Igual que en Kingsville, producir alternadores modelos K-245 o K-400 para vehículos. Cuotas de producción y tasas mínimas de fallas en inspección. Incumplimiento y despido, y luego ofertas de trabajo casi nulas. Y con todo, a pesar de todos los esfuerzos, un enemigo invisible con unas armas incontestables aparecería para terminar ganando, o llevándose en vidas lo que nunca se podría recuperar. Así pasaba en Al-Fallujah. Así pasó en Kingsville cuando la empresa redujo personal al obtener menores costos en Pakistán. Y al final, el departamento de alternadores siguió la fórmula y despidió a Ahmed José con sus 5 compañeros. Algo que ni su padre ni su esposa quisieron comprender ni aceptar. Probablemente por esa falta de comprensión o aceptación – se preguntaba- se le ocurrió alistarse en el ejército. Una especie de evasión, con excelentes condiciones físicas y mucha furia contenida. En el límite comprendió Ahmed José que no debía seguir dentro de su mundo, pasando de una celda a otra.

Pero el ejército no alivió su desazón con la sociedad. Los grupos y los individuos reflejaron algo que debió haber sido obvio para Ahmed José, antes de alistarse: solo estaba entrando en otra de las formas de esa sociedad. Y con ellas, se replicaban los problemas que siempre lo habían acompañado en su país de origen, haciéndolo sentirse, hasta cierto punto, como un extraño.

Desde ese punto observaba Ahmed a los “especialistas”. Un grupo distante en su frio funcionamiento, seres de presencia intangible a la cotidianidad de los demás. Llamaban, en cierto modo, la curiosidad de Ahmed, como en aquella tarde que llegaron en varios vehículos, silenciosos y ocupados, acompañando a oficiales y a individuos trajeados de civil. Se encontraba observándolos desde la sombra de una barraca, cuando la voz tranquila, casi aburrida, de Steve Calley le comentó a su espalda:

Puedes verlos –dijo Steve- van y vienen, ninguno de nosotros sabe adónde ni por qué.

¿Y qué hacen? -Indagó Ahmed- Creo que nada fácil –respondió Steve- son tipos que saben muy bien lo que hacen, en el manejo de sus cosas se ve…

Ahmed José, escuchando a Steve, recordó haber oído comentarios de que los “especialistas” ganaban varias veces más que ellos.

La otra noche, de madrugada –prosiguió Steve- salí a la puerta de la barraca y pude ver dos Humvee llegando. Eran ellos. Llevaban a varios tipos encapuchados y entraron al recinto 4. Ya ves.

En esa conversación casual conoció a Steve Calley, de Laredo, una especie de vecino natural por procedencia. Ahmed José pensó que podrían ser amigos, o al menos camaradas. De noche, en el esparcimiento de las barracas, compartían cervezas, conversación y preocupaciones por lo que habían dejado en su país. Steve era un tipo bastante llano y simple, por lo menos diferente a los otros, que parecían eludir a Ahmed José, distantes, dedicados a sus propias formas de evasión. Hasta los hispánicos, cerrados en su grupo, le resultaban ajenos en su comportamiento.

Steve le hizo ver a Ahmed José otras diferencias entre los soldados como ellos y los “especialistas”. Estos eran diez y formaban parte del cuerpo elite de “actividades especiales”.

Varios días más tarde, los “especialistas” se encargaron de enseñar a los soldados, por grupos, la mejor forma de lanzar un nuevo tipo de explosivo de alta efectividad en ventanas, puertas y en los huecos, “nidos de ratas”-los llamaban- escondite de insurgentes. La demostración estuvo a cargo de un sudafricano y un holandés. Y a Ahmed José y Steve les recordó los tiempos en los que los consultores o especialistas se presentaban en sus sitios de trabajo, para demostrarles como ser más productivos, como trabajar bien. Ahmed se preguntaba a veces, si ser “especialista” sería una meta anhelada subconscientemente por Steve.

Una noche, Steve se convirtió en otra persona. Su rostro había cambiado al encontrarse con Ahmed José.

¿Qué te pasa?-preguntó Ahmed. Steve se dejó caer en una silla de lona, su mirada perdida en la distancia. Pasaron varios minutos en silencio. Es Rhonda –dijo Steve con voz que reflejaba amargura- Me pidió el divorcio. Quiere a los niños. Siento que toqué fondo. Tengo demasiados problemas. Demasiada rabia.

Steve lo observó en silencio, sin saber qué hacer, sin decir palabra. Después se quedó mirando el suelo en el que se apoyaban sus pies, enfundados en las botas de campaña. Sabía que era lo mismo que sucedía con muchos hombres en su división. Era un sentimiento desesperante, comprendiendo que cada día que pasaba, iban destruyéndose esperanzas en sus relaciones, que la distancia y el tiempo debilitaban los lazos que nunca habían sido fuertes. Varios compañeros habían perdido el contacto con sus parejas, y eso los llevaba al borde del abatimiento.

Fue la última vez que hablaron como solían hacerlo. Después Steve se volvió huraño, y comenzó a frecuentar a los tipos que negociaban con las pastillas y la hierba, y ya nada fue igual entre los dos.

Todavía afectado por las palabras de Steve, Ahmed José llamó al día siguiente a Marcia, su esposa, como quien tiene que cumplir con un deber, sin ánimo ni esperanza. Los primeros nueve meses de la asignación en Irak habían significado un deterioro paulatino de su relación a distancia. Un deterioro a partir de un punto de partida neutro: el matrimonio había pasado de su primera realidad: una pareja que decidió pasar de un breve noviazgo a un matrimonio común entre jóvenes que van como quemando etapas. Un matrimonio que, para Ahmed, no podía contar con la bendición paterna, tan tradicional, si bien contó con la aceptación gozosa de su madre. Un matrimonio que entró aceleradamente en la monotonía que predominaba en su medio social. Desde ese punto neutro, la distancia consumió laboriosamente cualquier lazo afectivo que pudiera haber existido entre ambos. Ahmed José tuvo que explicar después lo inexplicable: tres meses de extensión. Y después comenzaron otros tres meses adicionales…

Aquella conversación con Marcia sería la última. Los minutos habían transcurrido sin decirse nada importante, como sin querer herirse, pero sin apoyarse. Ahmed José se daba cuenta de que, con todo, Marcia significaba un lazo que lo mantenía unido a algo de lo que no quería desprenderse, a lo que se negaba a renunciar. Y al final, pudo escuchar al otro lado de la línea, inconfundible y chocante, la voz de un hombre que le gritaba a Marcia: “¡Dile al tipo que ya terminó todo, que ya basta!” “¡Ni siquiera usas el anillo de matrimonio!...”. Marcia y Ahmed José no pronunciaron palabra. Un silencio atronador llenó los instantes eternos, hasta que Ahmed José, fatigosamente, colgó el auricular.

Los últimos contactos de Ahmed José con su destacamento, vienen a su mente como nuevas luces que despejan sombras en un paraje adonde comienza a amanecer. Apostado en el límite externo, Ahmed José pasa la noche en un alerta demandado por un toque de queda cuyas condiciones son claras dentro de lo inexplicable: es preferible disparar que soportar una duda; al final, cada quien debe saber a qué se arriesga saliendo en la noche de Al-Fallujah. Así transcurren las horas, esperando, anhelando que no pase nada, que el tiempo de la noche invite al nuevo día, para seguir adelante como un autómata que nunca se detiene.

Y al amanecer, Ahmed José siente como va desapareciendo el temor, y con la luz, viene la certeza del calor matinal. Como anticipando la calidez, se quita el casco, los lentes infrarrojos, los chalecos protectores, la chaqueta y la camisa, y los deja caer al suelo, junto con sus armas. Cada vez que retira un peso de su cuerpo, siente como si su espíritu recibiera una nueva fuerza, un nuevo aliento. Respira más pausadamente y con mayor profundidad. Al cruzar la calle, siente como si cambiara su perspectiva de la vida, abandonando su condición previa y adentrándose en un desafío a su pasado. A medida que avanza, parece percibir una ruptura de su encadenamiento, un borrado de sus falsos principios.

Ahmed José ha perdido ahora cualquier temor a la muerte, como se pierde un sentimiento al descubrir que el mismo no tiene ningún fundamento. Probablemente- supone él- de tanto descubrir que no hay nada que perder, te acostumbras a la idea de que tampoco hay algo que valga la pena ganar.

Los pasos siguientes han sido demasiado fáciles, como predestinados por una guía desconocida que lo impulsa hacia una ruta impostergable. Ahmed José, en forma resuelta, sin apresuramientos, ha dejado atrás su cultura y su obligación y ha traspasado las barreras que lo separaban de su compromiso con la libertad.

Mientras camina despreocupado, observa a su alrededor el paisaje desolado que forman los restos de las casas, vehículos semidestruidos y unas calles polvorientas adonde la vida parece detenerse, esperando que sus protagonistas entren en escena. Le recuerdan las operaciones de su brigada, muchas veces en su lento desplazamiento de ajedrez, hombre tras hombre, esperando que los otros protagonistas aparezcan, para sacarlos de la escena tan pronto como sea posible. O buscarlos adonde no terminan de aparecer, para destruir su escenario antes de que lo hagan. Y el resto de la gente, la verdadera gente, que no se sabe si son protagonistas o espectadores, porque al final a nadie parece importarle, porque ellos no cuentan, realmente.

Ahmed José recuerda aquella explicación que no llegó a entender sobre una teoría del caos, que formaba parte de un arreglo de las cosas tal como debían ser y todo eso.. y se le ocurre que, seguramente este caos que está viviendo es una forma de arreglar estas situaciones; al menos no puede negar que, a él mismo, le ha llevado a romper con su rutina de vida…con su propia realidad descompuesta e insoportable…impulsándolo hacia lo desconocido, porque, en su ruptura, siente que ha perdido todos los soportes que lo mantenían; es como si le hubieran cortado las cuerdas que lo movían como marioneta guiada por los que lo rodeaban…pero ahora siente que es él quien debe guiarse, pues ya no tienen por qué existir condiciones ni obligaciones…

Al desenvolverse la mañana, Ahmed José encuentra a su paso diferentes miradas que parecen tratar de descifrarlo, aunque no le importa, porque las percibe con la frescura de alguien que está descubriendo las cosas por primera vez. Y nota la diferencia entre los niños, que lo observan acompañándolo, como algo que les llama la curiosidad, y los adultos, cuyas miradas se debaten entre el temor y la desconfianza. Todos, sin excepción, miran primero sus manos, vacías de armas, y después lo escudriñan, incrédulos, recorriendo su cintura, su espalda, sus piernas y brazos, para luego elevar la mirada escrutando sus ojos, adentrándose en su ser.

En una esquina, un hombre acurrucado bebe agua en una vasija. Es difícil distinguir si se trata de un mendigo o alguna amenaza oculta. Para Ahmed José ha dejado de tener importancia la diferencia, frente a la sed que lo lleva a agacharse junto al hombre. Sus miradas se cruzan por un instante, suficiente para que el hombre deje la vasija sobre el suelo y contemple indiferente a su visitante. Ahmed José toma varios sorbos de agua y, con una media sonrisa, vuelve a dejar la vasija en el suelo, ante la sostenida indiferencia del hombre.

Escucha un murmullo de voces. A pocos metros de distancia, a través de una puerta que lo separa de la calle, un recinto lleno de personas en oración atrae a Ahmed José. Al principio, el murmullo, convertido en un canto entrecortado por las oraciones de un guía, traslada el pensamiento de Ahmed José a su primera experiencia con un culto religioso, cuando su tío paterno había tratado de introducirlo al culto de la pequeña mezquita local, en Kingsville, sin lograr resultados: “no tenía la madurez necesaria o no era el momento de su llamado espiritual”. Y los recuerdos que arrastra lo conectan con una parte de él que quedó cortada como un camino clausurado. Sin embargo, no puede dejar de notar la apertura del recinto y su gente a la calle semi-destruida y a los visitantes casuales que puedan estar buscando una paz afuera de ellos mismos. Y siente como su ansiedad por esa paz tampoco puede encontrar alivio en este recinto.

De regreso a la calle, Ahmed observa el contraste entre las personas y sus ocupaciones: la mayoría parecen ocuparse de algo, activos como se ven, frente a los que, en silencio, observan el paso de todo lo que les rodea. Se pregunta Ahmed: cuál es su condición de empleo o desempleo en este momento, y no puede encontrar la respuesta, de la misma manera que no podría responder a su condición hace más de dos años, cuando le entregaron sus ticket de subsidio por desempleo, y ni siquiera se le ocurrió hacerse la misma pregunta. Y comprende que, de alguna manera, él es una pieza que ha formado parte de una máquina similar, en distintos sitios: allí en Kingsville, aquí en Fallujah. Pero debe seguir caminando, sin mirar atrás, aunque sus recuerdos lo persigan como una sombra bajo el ardiente sol de la mañana.

Un grupo de mujeres acelera el paso, evadiéndolo, y sus rostros solo muestran una incógnita de sus ojos, indescifrables en la penumbra del chador. Ahmed pasa a su lado evocando el rostro de su esposa. Marcia nunca sostuvo su mirada con verdadera intensidad, parecía enfrentarlo con todo su ser, sin enfocar la mirada de aquellos ojos claros, sin permitirse decir lo que realmente llevaba por dentro. Sentía que ella, igualmente, vivía buscando algo que no sabría definir, pero que la eludía permanentemente. No sabe Ahmed, descifrar en este momento si queda amor en su corazón o si Marcia nunca pudo causar ese sentimiento en él. Siente que esta es la forma como cada uno de sus lazos con su pasado se está rompiendo, no en una forma instantánea sino en fragmentos de recuerdos corroídos por la duda, saboteados por la ilusión de lo desconocido. Su voluntad de seguir es como una inercia desesperada, un camino sin retorno. Piensa que la libertad puede consistir en no tener ninguna condición que lo dirija, ningún plan de ruta predeterminado, solo la fe de que va a encontrar su futuro y la fuerza de seguir adelante para encontrarlo. Compara en sus reflexiones lo diferentes que eran, dentro de sus expectativas de entonces, sus sentimientos de libertad, comprendiendo que esa no podía ser una verdadera libertad, que la verdadera libertad, siempre está por descubrirse…

Aliviado, Ahmed se encamina hacia una plazoleta adonde parecen llegar varias calles como encontrando su final común.

II

Abboud Al-Kaddir aparta su cabeza de la mira telescópica del fusil y, repentinamente sorprendido, frota sus ojos tratando de despejar cualquier vestigio de somnolencia. Volverá a la mira para comprobar algo inesperado: un americano camina lentamente por la calle a unos trescientos metros, solo y sin armamento visible. Desde su posición privilegiada, podrá escudriñar los alrededores de su objetivo casual, para confirmar que este no tiene compañía. Lo curioso, pensará Abboud, es que tampoco lleva casco ni ropa de campaña, a excepción de los pantalones y las botas; una franela blanca no hace sino resaltar su condición de presa.

Durante un par de minutos, lo observa en detalle para ver si trata de emboscar a alguien o avanza decidido con una misión determinada. Y no encuentra razón visible para la tranquilidad indiferente del desconocido.

Abboud comenzará a acariciar el gatillo mientras desplaza la mira acompañando a su caminante, recorriéndolo muy lentamente, desde la cabeza, en su parte frontal, hasta el pecho, a la altura del corazón. La distancia y el calibre utilizado, piensa Abboud, son perfectos para no fallar, tan solo se trata de escoger entre los dos puntos de impacto.

Y sus pensamientos volverán a volar a aquellos lejanos días de su niñez, cuando acompañaba a su abuelo Kamal a cazar en las montañas, cerca de Irbil. El abuelo trataba de enseñarle a vivir en el momento presente, separado de todo tiempo, con presencia y amor. “¡Has de ser uno con tu presa!” -decía el abuelo- Era algo extraño al principio, pero más fácil de entender en aquellos días de inocencia -piensa Abboud- que en estos tiempos de odio. Y cuando estaba presente, cuando se sentía realmente viviendo el instante, podía también sentirse parte de lo divino. Fue de esa manera como aprendió a disparar con precisión absoluta, cuando llegaba a sentir que la presa, la bala y el cazador eran un todo indivisible que cumplía la palabra escrita por Dios.

Pero Abboud volverá al momento actual, que le demanda integrarse a su caminante, aunque sea solo visualmente al principio, para después acercar las interrogantes que lo harán comprender mejor lo que hace como su destino en esta tierra, en estos tiempos.

¿Qué hace ese hombre caminando por la calle, indefenso? –Se preguntará Abboud- ¿Y por qué se muestra tan decidido y confiado? Y le resultará imposible ser uno solo con su presa, a la cual no alcanza a comprender.

Y en la mente de Abboud, desfilarán, uno tras otro, los recuerdos que no lo han dejado en paz durante muchos días.

Su familia, cuando se trasladó a Fallujah, buscando mejores oportunidades de vida. Al principio había sido duro, pero con el esfuerzo de todos, pudieron establecerse modestamente y comenzar a trabajar cada uno en la medida de sus posibilidades. Su padre y su hermano habían logrado recursos en el comercio, que les permitieron comprar una vivienda familiar después de varios años. Abboud los ayudaba, alternando con su asistencia a la escuela. El siempre había sido el más apto para los estudios, la esperanza futura de la familia. Siempre se permitió soñar. Le encantaba el fútbol y disfrutaba viendo por la televisión a los equipos europeos. Y acariciaba el proyecto de viajar algún día a América y a Europa.

Después vino la guerra. Nada volvió a ser lo mismo. Primero fue la destrucción de lo que eran las condiciones normales de vida. El trabajo. La escuela. La familia y los conocidos, presas de pánico, sin saber qué hacer ni adonde ir. La muerte se hizo presente, para llevarse a algún familiar, algún amigo, por desgracia. Luego la situación se hizo mucho más grave. Era como el mal que brotaba de lo profundo de cada ser, marcando su condición en uno u otro bando. Y los suníes y los shiitas comenzaron a combatirse, haciendo comparsa al concierto del invasor extranjero.

En las primeras arremetidas, la familia de Abboud, en su origen suní, tuvo que abandonar su hogar, amenazada como muchas por la invasión de los shiitas. Buscaron refugio en casa de una hermana de Sabiha, la madre de Abboud, en una zona algo más segura. Durante meses, tuvieron que subsistir compartiendo alimentos, techo y sufrimientos con el resto de la familia.

Abboud nunca pudo entender ni aceptar el sentido de la violencia. Su naturaleza era más bien parecida a la de su madre, era reflexivo, a diferencia de su padre y hermano, quienes poco a poco fueron sucumbiendo al veneno implacable del odio reinante. La relación en la familia se fue transformando en una convivencia entre el miedo y la preparación para lo inevitable, el aprestamiento a la violencia. Abboud se sentía agobiado por una sensación de compromiso con su familia, que lo obligaba cada vez más a claudicar con los planes de su padre y su hermano. Fueron semanas de sufrimiento creciente, sabiendo que sus amigos, algunos de ellos de origen shiita, también estaban pasando por lo mismo, víctimas y victimarios en un torbellino indetenible.

Una mañana, habían regresado al vecindario en el que estaba ubicada su casa. El gobierno aseguró que las casas tomadas por invasión de las facciones en lucha, habían sido desocupadas para que regresaran sus dueños legítimos. Aún con el recelo natural, muchas familias superaron sus temores para intentar el regreso a lo que les pertenecía. Y al entrar a su casa, saqueada y deteriorada, cayeron al suelo en llanto y besaron las paredes, agradecidos de volver a tener su hogar. Sin embargo, las amenazas persistieron contra los que se atrevieron a regresar, condenándolos por su condición, acorralándolos en sus instintos de sobrevivencia. Por las noches vinieron los escuadrones de la muerte, reclamando las vidas de quienes pretendieron volver a la normalidad.

Días más tarde, mientras su padre y hermano se quedaban protegiendo la casa, Abboud acompañó a su madre a buscar pertenencias a casa de su hermana, para trasladarlas de regreso a su hogar recuperado. Varias horas después, cuando volvían, escucharon a lo lejos las explosiones y el tiroteo en su zona de residencia. No pudieron atravesar las barreras colocadas por el ejército, alrededor del área, nuevamente en conflicto. Al restablecerse una calma precaria, Abboud se adelantó a su madre y corrió con desesperación hacia su hogar. Varias casas habían sido atacadas por una milicia shiita, y en la calle, Abboud encontró los cuerpos sin vida de su padre y su hermano. Abrazándolos desolado, le parecía escuchar las palabras de su padre el día que habían regresado a su hogar:

“Lo único que tengo es esta casa”. “Sin esta casa, no tengo nada. Es la única forma que tengo de expresarlo”.

Después, todo pasó muy rápido. Abboud se ocupó de enviar a Irbil a su madre, y buscó a su grupo natural, los suníes, como si fuera la única salida apropiada para su vida. Era joven y ágil y sus circunstancias lo mostraban como un buen candidato a las milicias. Sin embargo, desde las primeras pruebas y entrenamientos con el grupo, se evidenció que estaba más cerca de la ideología que de la acción, y prefirió frecuentar al imán del culto suní que a las milicias en sus continuas escaramuzas.

Pero, sus inquietudes seguían en aumento. Escuchando las exhortaciones de incorporarse a la jihad como vía de purificación a través de la guerra, Abboud contrastaba la posición de su abuelo: “la purificación a través de la lucha es diferente de la purificación a través de la renunciación interna. Solo la segunda vía conduce a la felicidad”. Y obligado por los tiempos que vive, Abboud se inicia en la tarea de francotirador, para defender a su grupo, sin estar completamente convencido en la rabia que lo motiva, deseando cada vez más llegar al final de esta guerra.

Todo frente a algo que responde en él cada vez que, sintiendo una paz que lo alivia como un manantial, aparece la imagen de su abuelo o escucha sus palabras como surgiendo de lo más profundo de su interior.

El caminante indefenso ha llegado a la plazoleta y se detiene, como tomando el tiempo frente a sus opciones.

Acaso se trate de un loco –se le ocurrirá a Abboud- no hay otra razón para que este hombre se presente indefenso e indiferente a mi alcance… Y lo observa, esperando sus siguientes pasos

“He vivido al borde de la demencia,

buscando la sensatez, tocando a una puerta

esta se abre….

¡He estado tocando desde adentro! “

Una tristeza infinita se apoderará de Abboud, con el recuerdo de ese verso que suena como recitado desde su corazón.

III

Gunter Heirlich secó el sudor de su frente con el dorso de la mano, tratando de mantener la calma en medio de la confusión creada en la ambulancia. Uno de los niños heridos había entrado en coma y el enfermero apenas podía intentar mantenerlo estable sin descuidar a los otros tres niños heridos que atendían. Sus heridas, generalizadas por la brutal explosión, deberían ser atendidas en el puesto de la Media Luna Roja, y, a pesar de que estaban a menos de 30 minutos del puesto, el tiempo parecía detenerse con cada contratiempo. Habían superado varias calles llenas de escombros, pasando entre los mismos con gran destreza, evadiendo incendios, retrocediendo más de una vez frente a pasos clausurados, y eludiendo alcabalas de irregulares.

Era una ironía- pensó Gunter – encontrarse en estas circunstancias después de haber decidido pasar a ser parte de la verdad, de la realidad de la noticia, como observador involucrado…sin saber como podría hacerlo.

Esa misma mañana, Gunter se encontraba en un café cercano al hotel en el que estaba hospedado. Pidió un café expresso y croissants. Era uno de los pocos lugares adonde podía hacerlo, y le gustaba sentarse a leer la prensa aprovechando la frescura matinal. A veces coincidía con algún colega periodista o fotógrafo europeo o americano, y conversaban un rato. Esta vez, se encontraba solo, reflexionando sobre el mensaje que había recibido a primera hora del editor jefe del diario, cuando se sintió el estampido con fuerza demoledora y fue derribado por la explosión que ocurrió dentro del café. Tuvo la suerte de estar sentado en una de las mesas afuera, lo cual lo salvó de una muerte segura porque el interior del café quedó completamente destruido. Los primeros instantes que sucedieron a la explosión fueron confusos para Gunter. Sentía como si se hubieran roto sus tímpanos y se levantó dando traspiés entre una densa humareda, vacilando entre fragmentos de vidrios, metales, charcos de sangre e hileras de pequeñas llamas que se resistían a apagarse. Al divisar las primeras figuras humanas caminando, borrosas, fue avanzando en busca de alguna claridad. Encontró la calle y personas desorientadas gritando y moviéndose en diferentes direcciones. Al llegar la ambulancia, sus dos ocupantes, chofer y enfermero, se bajaron inmediatamente y se internaron en la densa columna de humo, buscando auxiliar a los heridos. En ese momento, Gunter sintió la necesidad de seguir a los dos hombres, y fue providencial porque, entre los tres, pudieron trasladar a los primeros heridos graves que encontraron. Se trataba de cuatro niños que habían sido alcanzados por la explosión.

Los ocupantes de la ambulancia, viendo la decisión y destreza de Gunter, le habían preguntado: ¿Puede ayudarnos? A lo que respondió –Si, soy paramédico, de Alemania- Los ocupantes intercambiaron una mirada rápida, asintiendo, y arrancaron a toda velocidad el vehículo.

En la amplia oficina del editor, tres meses antes, en Berlín, se habían reunido los corresponsales en Irak, para evaluar su trabajo y delinear las próximas estrategias. El ambiente era cordial y bastante relajado, si se comparaba con las intensas semanas que cada uno de los periodistas habían vivido realizando su trabajo. Una amplia mesa de reunión estaba colocada frente a dos monitores de televisión conectados a computadoras. Afuera, a través del amplio ventanal lateral de vidrio, se observaba la intensa actividad de dos docenas de hombres y mujeres, concentrados en sus cubículos abiertos, frente a sus computadoras.

Los corresponsales observaron en uno de los monitores, la más reciente noticia de una bomba explotada en Bagdad. “¡Ahí está, nuevamente! No termina una y colocan otra… Esos malditos terroristas locos van a acabar con todo…” –comentó en forma casi aburrida uno de los asistentes, haciendo un gesto de negación- “Hasta con ellos mismos”-fue la respuesta incolora de su vecino en la mesa- Gunter observaba mientras tanto al editor, que parecía ausente, mirando en dirección opuesta al grupo, gesticulando al hablar por su teléfono celular. Al terminar su llamada, se volteó hacia los asistentes, prodigándoles su sonrisa de ironía condescendiente. Se sentía como el líder con la responsabilidad de seguir formando a este grupo de profesionales. Le parecían de buena madera, pero necesitaban bastante cuidado.

El editor jefe, Manfred Kuhn, había comenzado con un ataque directo, tal como acostumbraba hacer frente al grupo de sus corresponsales. Gunter conocía lo suficientemente bien a Kuhn como para saber que se consideraba un tipo superior a lo normal en su cargo. Un “especialista de la dialéctica comunicacional moderna”. Así se había auto definido después de pasarse de copas en un cocktail, el fin de año pasado.

¿Así que vamos a apartarnos de la línea editorial para diferenciarnos de la competencia? Al escucharlo, los corresponsales mantuvieron un silencio de expectativa. Algunos miraban la superficie brillantemente lisa de la mesa.

¿Vamos a ser diferentes y a la vez fastidiaremos a una buena parte de los dueños y los que nos compran publicidad? ¿Alguno está buscando el Pulitzer, con información políticamente incorrecta? Silencio mantenido. Gunter percibía una mezcla de vergüenza y enojo en sus compañeros. En su interior, algo pareció llegar a un límite y, casi sin darse cuenta, mientras acariciaba la portada de su libreta de anotaciones, preguntó en voz alta: ¿Y qué es información políticamente correcta? Uno o dos de los asistentes sofocaron una risita nerviosa. Todos alternaban sus miradas entre Manfred y Gunter.

“Bien, todo depende” –comenzó pontificando el editor, con un gesto estudiado de seriedad. “Todo depende de la situación. Nosotros traemos la noticia a la gente. Por lo tanto tenemos la responsabilidad de darles lo que más les conviene de acuerdo a cada situación” Añadió: “Nuestra línea editorial” “Desviar la noticia hacia torturas, vicios y corrupción, no va a remediarlos. Contribuye a enredar más las cosas. A desmoralizar”

Gunter lo observó fijamente, mientras Manfred sostenía su mirada, impasible.

¿Y la verdad? preguntó Gunter.

“La verdad no te hará libre, Gunter” -le dijo Manfred- “No podrás encontrarla en estos tiempos tan malditamente complicados. No enredes tu vida. Sigue la línea editorial”

En su viaje de regreso a Irak, Gunter se sentía en una encrucijada. Sus contribuciones al periódico, hasta ese momento, habían sido más que buenas, se diría que destacadas, a juzgar por el elogio que siempre había recibido, comenzando por el mismo Manfred. Sin embargo, el tiempo estaba haciendo mella en su espíritu. No se sentía bien consigo mismo. Su motivación no era ni la sombra de lo que fue al comenzar su carrera de corresponsal analista, en otro país, en otro conflicto.

Sin darse cuenta al principio, durante los últimos meses, después había notado una mayor facilidad para desempeñar su misión como corresponsal de guerra. Más recursos y, cada vez más frecuentemente, mayor fluidez en sus movilizaciones, apoyado siempre por efectivos militares, formando parte de operaciones o actividades en el frente. Pero en forma simultánea, se fue apoderando de él un sentimiento instintivo de estar encontrando la noticia encima de una realidad oculta, una realidad no visible para el observador casual.

Cuando le comentó a unas colegas de la televisión americana su preocupación, les dijo: “me siento como si estuviera dentro de una gran obra teatral”. Sus interlocutoras rieron diciéndole: “Tómalo con calma. Trata de no volverte loco”.

De ahí en adelante, el asunto se convirtió en una obsesión para Gunter. En la última semana, había preferido no aceptar ninguna de las participaciones en misión que se coordinaban con el comando local de las fuerzas destacadas. Necesitaba tiempo para aclararse. Tenía que decidir el camino a seguir, porque de lo contrario, sus colegas terminarían teniendo la razón en cuanto a su locura.

Y de esa manera, casi como siguiendo su olfato de periodista, Gunter fue involucrándose cada vez más en lo cotidiano de un ambiente difícil y hostil, observando las personas y los hechos que existían aparte de las búsquedas normales de noticias. Pero ese camino lo separó paulatinamente de sus misiones, sus colegas, y, sobre todo, del ejército.

Frecuentó mercados, hoteles, bares, lugares en los que podía hablar libremente con hombres y mujeres de todas las nacionalidades y posiciones presentes en el conflicto. En esa búsqueda lo sorprendió una mañana un mensaje de Manfred Kuhn que resultaba un ultimátum: “el editor no esperará más el retorno de la oveja negra al redil”. A pesar del fastidio que le produjo la advertencia, Gunter no dejó de sentir cierta fuerza de inspiración en su búsqueda de libertad de movimiento; como si se despejaran las dudas que pudieran quedar al respecto. En esa misma mañana, Gunter sufrió los efectos de la explosión en el café, antes de abordar la ambulancia.

La ambulancia era un vehículo perteneciente al grupo de los suníes, por lo cual estaba principalmente destinada a asistir a esta comunidad. Sin embargo, según le explicaron los dos tripulantes, en casos de explosiones o incidentes masivos, atendían indiscriminadamente a cualquier herido. Gunter atendía de la mejor manera que le era posible a los tres heridos, mientras el enfermero se concentraba en el niño en coma.

Repentinamente, la ambulancia perdió velocidad y se aproximó a una plazoleta en la que quedaron detenidos, al borde de una de las calles que allí desembocaban.

El conductor gritó algo ininteligible y golpeó con ambos puños el volante. Gunter y el enfermero lo miraron interrogantes. ¡El alternador! –Exclamó el conductor- ¡es el alternador otra vez!


IV

Ahmed José se aproximó al vehículo detenido. Evidentemente, se trataba de una ambulancia. Un hombre estaba atareado trabajando en su motor. Ahmed se acercó con curiosidad. En el interior del vehículo, un par de hombres se dedicaban desesperadamente a varios niños heridos. El cuadro parecía verdaderamente angustioso. Ahmed, sin mediar palabra, se acercó al hombre que trabajaba en el motor. Ambos intercambiaron una mirada y el conductor continuó en su tarea. Ahmed identificó de inmediato que el hombre estaba manipulando parte del alternador del vehículo. Con una sonrisa, comenzó a conversar con el conductor, más por gestos que por palabras. Su destreza en ese tipo de piezas fue evidente en pocos minutos para su compañero, tomando Ahmed José la iniciativa, y quedando el conductor como ayudante en la tarea.

El primer disparo destrozó una de las ventanas de la ambulancia, tomando por sorpresa a todos. Ahmed y el conductor se lanzaron simultáneamente al suelo para protegerse. En el interior del vehículo, Gunter y el enfermero se agacharon todo lo que su cuerpo les permitía mientras continuaban asistiendo a los heridos. Un par de disparos alcanzaron la acera, a pocos metros, arrancando pedazos del pavimento. Los cuatro hombres siguieron en sus posiciones. En el suelo, Ahmed siguió manipulando el alternador, como abstraído en su tarea. A su vez, el conductor, petrificado, observó a los dos hombres que se acercaban lentamente por el centro de la calle desierta, apuntando sus fusiles. Un tercer hombre, rezagado a un par de metros, portaba una espada curva.

Abboud consideró sus posibilidades contra los fedayines shiitas. Desde que identificó la ambulancia suní al detenerse, había estado observando los acontecimientos. Los dos hombres con fusiles podrían ser alcanzados si lograba un par de disparos certeros, pero no sería posible repetir con un tercer disparo si el otro atacante se movía rápidamente. En todo caso, es lo mejor que podía hacer desde su posición.

Conteniendo la respiración, Abboud disparó una y otra vez. Los disparos, con una diferencia de tres segundos, derribaron a los primeros atacantes. El tercero, advertido, comenzó a correr hacia la ambulancia con la espada en alto, gritando. Espontáneamente, Ahmed José dejó el alternador en el suelo y, levantándose en un movimiento felino, atacó lateralmente al fedayin. Girando sobre su pie izquierdo, descargó una fuerte patada sobre un costado del hombre que, sorprendido por su inesperado atacante, se doblo de dolor. Ahmed, sin perder un segundo, lo golpeó repetidas veces hasta dejarlo inconsciente.

En silencio, Ahmed buscó el alternador reparado y se lo entregó con una media sonrisa al conductor, quien se precipitó a reponerlo en su lugar.

Cuando el conductor regresaba a su puesto, la calma momentánea se vio nuevamente interrumpida por un disparo. El conductor cayó de rodillas y, lleno de asombro, miró su camisa en el lugar sobre su corazón, adonde una mancha roja se agrandaba cada vez más.

Ahmed José saltó a la parte posterior de la ambulancia mientras gritaba ¡francotirador! Inmediatamente cubrió con su cuerpo a Gunter y al enfermero, quienes no habían dejado de asistir a los heridos.

Abboud no contaba con la posibilidad de francotiradores. Su posición era privilegiada pero desconocía la de sus oponentes. Haciendo su mayor esfuerzo posible de concentración, observó sin pestañear el fondo de la calle.

“¡Has de ser uno con tu presa!”

Gunter gritó a Ahmed: ¡Toma el volante! Ahmed José, sorprendido por la orden no respondió al primer instante. Luego, instintivamente, dejó de protegerlos con su cuerpo y saltó al asiento del conductor. Inmediatamente, otro disparo impactó a Gunter en la espalda.

El alemán trató de incorporarse sin comprender lo que le sucedía. Un segundo disparo lo alcanzó en el cuello.

El par de disparos fueron suficientes para Abboud. Los francotiradores no habían tenido mayores precauciones para evitar delatar sus posiciones. El primer sitio era una barrera en lo alto de una casa, y el atacante era visible al apuntar. El segundo lugar era una ventana varios metros debajo del anterior. El interior de la ventana se mostraba oscuro y solo el movimiento de unas cortinas laterales podría delatar al disparador. De ahora en adelante, sería su oportunidad.

Gunter y el enfermero intercambiaron una mirada en el momento que Ahmed trataba de poner en marcha la ambulancia. Gunter, con la mirada vidriosa, alcanzó a ver una luz prodigiosa que pareció inundarlo todo. Sintió una gran paz y pensó que, probablemente, su verdad y la “línea editorial” de Manfred Kuhn no eran diferentes, en el fondo. Después se derrumbó exánime en el piso de la ambulancia.

Al asomarse muy ligeramente el primer francotirador, Abboud, sin vacilar, disparó alcanzándolo. Inmediatamente comenzó a disparar a intervalos cortos sobre la segunda posición, haciendo imposible que el segundo francotirador recuperara su puesto.

La ambulancia, haciendo un ruido sordo, arrancó y se desplazó doblando la curva, para quedar fuera de la vista de Abboud y el segundo francotirador.

Momentos más tarde, con una sonrisa en su rostro, Abboud dejó el fusil en el suelo y se retiró del lugar. En su interior sentía la ilusión de buscar a su madre. Era hora de retornar a Irbil y a las queridas montañas de su niñez.

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