domingo, 25 de marzo de 2007

La risa del tiempo, Gabriela Agudo Adriani (sabatino)

Tic, tac, sonaba el reloj de mesa que tenía Justo Madrigal al lado de su cama. En casi 40 años no había querido cambiarlo por uno menos ruidoso, pues era un regalo de su padre, además, le había sido muy fiel. Estaba esperando que fueran justo las 7 para dejar la cama. Algo debía estar pasando en su mente aquel domingo para que se despertara 15 minutos antes. Tamborileando impacientemente sus dedos en el brazo de la butaca de la sala, esperó el periódico y su desayuno.


-¿Hoy viene Amanda? –preguntó él.

-Si, como cada domingo- le contestó Marta, cariñosa.

-¿Y Rosita?

-Estará puntual a las 12.

-¿Y Antonio y Ana María?

-No, Justo. Llamaron a pedir disculpas porque tienen un compromiso, una piñata con los niños –mintió Marta.


Cada mañana, durante el desayuno, Justo hacía las mismas preguntas y Marta, paciente, le respondía.

-Pero las niñas que estén aquí a las doce –ordenó Justo a su esposa.

-Ellas saben, seguro que no tardarán.


A Justo le gustaban los domingos, porque la ciudad era mucho más tranquila y le parecía que el tiempo pasaba más lento. Es que cuando se llega a ésa edad es mejor que el tiempo pase más lento. La de ése día era la rutina predilecta de Justo, pues incluía el almuerzo familiar que se practicaba en su casa desde que se casó con Marta. Aunque poco conversaban, le tranquilizaba sentirse rodeado de sus hijos, de su esposa, y además le garantizaba poder recordarlos siempre, aunque la vejez llegara, pretendiendo lo contrario.


Después de comer, Justo leyó el periódico entero en su butaca y se fue a bañar. Luego escogió cuidadosamente su camisa y su pantalón de los domingos, y se volvió a sentar allí a ver el noticiero en la televisión.

Entonces sonó el teléfono y Marta lo contestó.

-¿Amanda?

-Si mamá. Estamos en camino, pero no podía esperar. Es que Alfredo y yo tenemos que darles una noticia…

-Tu papá los está esperando, hija… seguro que vienen ¿no?

-Si yo sé, pero… es que me acabo de hacer la prueba, ¡estoy embarazada, mamá!

Aquella era una noticia que merecía ser festejada. Marta le pidió a Justo que bajara a comprar una botella de vino, porque había que celebrar.

-Bajo, bajo y compro una botella de vino. Pero tú llama a Antonio y Ana María a ver si pueden venir a las 12 a celebrar. Y a Rosita, que no deje de llegar puntual-le dijo antes de salir.


Justo salió de la casa con apuro y bajó hasta la calle, camino al supermercado. Para ser domingo, había una cola descomunal. Justo se desorientó un poco, pensando que tanto desorden no era normal en ese día de la semana. Se acercó a la esquina y en el momento en el que Justo se disponía a cruzar la calle, el semáforo peatonal cambió a rojo y Justo se quedó en la esquina esperando su turno.

Gracias a la reparación de una calle los choferes estaban impacientes, todos tocaban corneta, la avenida era un total desastre. Cuando el semáforo peatonal volvió a verde, Justo intentó cruzar pero entonces la cola empezó a fluir y muchos carros desesperados se comieron la luz. Justo se dispuso a esperar un poco más, aunque molesto, con los brazos cruzados sobre su abdomen, cómo solía hacer cuando se molestaba, y miró su reloj. Las agujas doradas le indicaban que faltaban veinte para las 12. El impuntual para el almuerzo iba a ser él.

Una muchacha joven, con un bebé en brazos, tropezó a Justo y pasó de largo, cruzando la calle aunque no le estuviera permitido el paso. Justo la miró de manera reprobatorio, le disgustaba cuando veía que alguien no cumplía las normas. Él, por más apurado que estuviera, iba a esperar la luz que le correspondía… Hasta que por fin la luz cambió nuevamente y Justo pudo atravesar. Lo hizo con paso apurado pero prudente.

Cuando Justo llegó a la otra esquina se volvió para ver a los vehículos desesperados comerse de nuevo la luz. Un carro negro de vidrios oscuros pasó rápidos evadiendo los peatones que aún no había llegado a la acerca y por poco atropella a una viejita. Justo se indignó y ayudó a la mujer a subir a la acera. Se quedó mirando y mirando nuevamente la calle, y cuando se volteó para seguir, algo extraño le había sucedido. Trató de caminar pero no sabía adónde. Miró en derredor y ninguna dirección parecía ser su destino. Justo Madrigal, parado en aquella esquina, no tenía idea de adónde iba.


Justo frenó y miró de nuevo hacia atrás. Varias personas lo empujaron hacia la acera. Entonces sin otro remedio, caminó, pero lento, inseguro. En su mano, un par de billetes y una moneda. Justo la abrió y se detuvo a mirar. No sabía qué hacer con ése dinero. No sabía adónde iba, qué hacía allí en la calle, como se llamaba. Se detuvo por unos momentos, y mientras estaba allí buscando desesperado su razón de ser, los carros tocaban la corneta, se comían las luces, se insultaban entre sí y gritaban a los peatones. No era un domingo como cualquier otro.

Entonces una mujer al pasar dejó unas monedas en su mano abierta. Justo las miró con sorpresa y se preguntó si acaso esa era la razón por la cual tenía dinero en su mano. Intentó contar y eran como 25 mil setecientos o algo así. Le pareció mucho dinero, pero extendió nuevamente la mano mientras seguía caminando, lentamente, tratando de entender o de determinar adónde iría.

Al rato, sin saber exactamente cuánto tiempo había pasado, un joven y luego otra mujer ya habían dejado un par de monedas y un billete más en la mano extendida de Justo. Contó de nuevo, ya eran unos 30 mil, y fue cuando vio el reloj en su muñeca que marcaba 5 para las 12 y parecía haberse detenido.

Pero nada pasó. La posición de aquellas agujas no parecía ser un momento o un número significativo para el Justo Madrigal que caminaba sin rumbo determinado por aquella avenida con la mano extendida llena de monedas y billetes. Justo movió su reloj, intentando que volviera a funcionar, pero eso no sucedió.

Era la primera vez que aquel viejo reloj de montura redonda y correa de cuero negro le fallaba a Justo. Claro, que en ése momento él no lo sabía. Se sintió un viejo ridículo con un reloj en su muñeca que no funcionaba.

El sol de esa hora comenzaba a molestarle. Así es que Justo caminó instintivamente en dirección a un kiosco que estaba al voltear la esquina, junto a un terreno baldío, y allí se cubrió, mientras pensaba en qué hacer con su pequeña fortuna.

En esa esquina bajo la sombra del kiosco, Justo, aún sin saber quién era o adónde iba, supo que la vejez que temía había llegado. Lo supo cuando miró su reloj detenido y cuando sintió el dinero en su mano sin saber qué valor tenía o qué quería hacer con él.


La verdad es que a Justo eso de olvidar pequeñas cosas a menudo le pasaba, pero su apego a una rutina diaria y la puntual recurrencia de sus compromisos y sus actividades lo salvaban de mayores conflictos. “Además, eran sólo unos pequeñísimos olvidos, eso le pasa a cualquiera” pensaba. Con suerte, ni Marta se había dado cuenta. Una vez dejó el chorro abierto, después de lavarse los dientes. Otra, el teléfono descolgado, y nunca le avisó a Marta que la estaba llamando, Clara, su hermana. Pero gracias al cielo jamás había dejado pasar los compromisos o las fechas importantes para la familia. “Eso no se lo perdonaría, eso no”, se había dicho cuando su esposa le reclamó que no se había vestido temprano para el almuerzo de cumpleaños de Amanda.


-Maestro-dijo una voz ronca tras de él.


Un hombre sucio y maloliente, con una talega de yute llena de cachivaches estaba detrás de él. Justo volteó para mirarlo y no pudo evitar una expresión de asco ante su aspecto. Mirando el dinero que tenía en su mano, el hombre le dijo:


-Le llenaron la manito, ¿no? Piche algo pa’ acá maestro, alguito pa’l fresco, ande.


A Justo no es que le agradara la idea, pero accedió y le entregó unas monedas. Después se guardó el resto en un bolsillo, con celo. Trató de ignorar a su acompañante y se concentró en su reloj detenido.


-¿Un cigarrito?- dijo el mendigo mientras se sentaba a su lado en un murito, mientras encendía el suyo.


-No, gracias –dijo Justo secamente al darse cuenta de que el hombre no tenía intenciones de irse.


Justo se dio la vuelta, se quitó el reloj de la muñeca y comenzó a mirar las agujas detenidas. Lo agitó, lo golpeó suavemente, y nada. Notó que sus muñecas parecían más débiles, más torpes, que su piel se veía más arrugada y más manchada sin el reloj en ellas, pero tener un aparato que no servía atado en su muñeca era más que ridículo. Se quedó viendo fijamente la esfera y le pareció por un momento, que se dibujaba una risa burlona en el fondo. Su viejo reloj ahora se reía de él. El ruido de la ciudad se convirtió de repente en un coro de risas crueles que se burlaban de aquel pobre viejo loco parado en una esquina, sin saber quién era, adónde ir, qué hacer. El tiempo se reía de él.


-¿Le echo una manito?


Justo vio que la risa burlona reflejada en la mica de su reloj era la del hombre maloliente.


-¿Uhm?


El hombre se inclinó y volteó su talego, de donde salieron un montón de corotos viejos: una plancha desarmada, un par de ollas pequeñas, una Barbie sin una pierna, el auricular de un teléfono negro con su cable… y finalmente, el hombre encontró entre aquel montón de basura un pequeño destornillador. Con el cigarrillo en su boca y sus manos sucias se lo extendió a Justo. Él lo miró con desconfianza, pero lo aceptó.

Con el instrumento intentó sacar la tapa trasera, pero no era tarea fácil. Mientras tanto el mendigo miraba tras su hombro lo que hacía el viejo. Justo insistió hasta que logró sacarla de un jalón y todas las piezas del reloj salieron volando por el piso.

El mendigo no pudo contener una carcajada sonora que mostró la suciedad de sus dientes.


-Ahora si que ese cachivache ya no le sirve pa’ nada, maestro.


Justo se quedó inmóvil mirando las piezas de su reloj que rodaban por el suelo. Oyó la risa multiplicarse, el ruido de la calle nuevamente, de repente el tic de otro reloj, muy fuerte, luego una voz que decía “a las doce en punto”. Reaccionó, esa voz era la suya, pero ¿qué pasaba a las doce en punto?

Justo, desesperado se dio vuelta y cruzó la calle rápidamente, dejando al mendigo allí en el muro, recogiendo el reloj desarmado.


-Maestro ¿me lo regala?


Justo no le prestó atención, pues quería llegar hasta la plaza, a ver si allí encontraba un reloj que le diera la hora, acaso podría alcanzar tal acontecimiento de las 12. Cruzó la calle con dificultad, huyendo del ruido que se parecía a las risas burlonas de su cabeza.

Llegó a la plaza. Allí había niños que montaban bicicleta, parejas que se tomaban de la mano, un par de estudiantes que parecían estar haciendo una tarea, unos jovencitos con gorros coloridos que jugaban con una pelotita entre sus piernas y gente que esperaba, solitaria, por algún compañero en sus bancos.

Justo se detuvo por un momento y los miró. Una niña acababa de caer de la bicicleta y otra, que la miraba, reía del golpe. De repente, en medio de su paranoia, a Justo le pareció que se volteaban hacia él y lo apuntaban y mirándolo, reían con la fuerza y el desparpajo de sus carcajadas infantiles.

Más allá, en un banco, dos jovencitos que dibujaban algo en un cuaderno, le mostraron las hojas cuadriculadas en las que habías trazado un reloj de caricatura, con una gran sonrisa de bufón y mil agujas que apuntaban horas diferentes.

Los rastafari ya no jugaban con una pelota, sino con un reloj de mesa entre sus piernas. Se lo lanzaban entre ellos mientras se iba rompiendo, y se reían diabólicamente, como quien maltrata a un animalito. Uno de ellos lanzó fuertemente el artefacto, que fue a parar tan sólo a unos metros de donde estaba Justo en su delirio.

Un jovencito de cabeza rapada y franela de Bob Marley vino a recoger la pelotita. Justo la miraba fijamente, caminó hacia ella y se inclinó como para tocarla, pero el muchachito la agarró primero. Justo se echo hacia atrás y se volvió, y en el camino encontró a un joven que esperaba molesto, con un regalo en la mano, por quien Justo supuso era su pareja.

“¿Quizás es que al que espera no tiene puesto reloj” pensó Justo. “O se le detuvo justo cuando venía para el encuentro”. Miró a todos lados tratando de encontrar un reloj grande, de esos que suele haber en algunas plazas. Estaba seguro de que allí tenía que haber uno.

Al fondo, lo divisó. Estaba montado en una torre de concreto, tenía una gran esfera, redonda y blanca. Justo se dispuso a caminar hacia ese extremo de la plaza.


-Maestro- dijo el mendigo tras de él- ¡lo compuse, mire!


Justo se detuvo y volteó a ver al hombre maloliente que lo seguía. Él lo miraba ilusionado de mostrarle su logro, agitando la mano. Justo, aún desconfiado, se le acercó sólo para ver que ahora su reloj no tenía mica, y el mendigo, burlesco, movía las agujas con sus dedos, al tiempo que decía suave y quedo, como un payaso:

-Tic, tac, tic, tac…


Justo ni siquiera lo miró. Se sintió humillado. Dio media vuelta y siguió su camino hacia el reloj de la plaza.


-Pero ¿qué fue, maestro? ¿No le gusta como camina? ¡Si quedó fino!


El hombre reía a carcajadas. Justo caminó más rápido, queriendo acribillar a aquel mendigo que jugaba con su dignidad tan cruelmente. Pero lo animaba la esperanza de descubrir el reloj de la plaza y saber por fin qué hora era. Esperaba que no más de las doce.


Tenía el corazón agitado y hacía mucho calor, pero el caminaba firmemente a su destino. A medida que se acercaba pudo ver que las agujas no estaban juntas y un poco más adelante…que el horario señalaba el uno y el minutero… un poco más adelante del dos… era ¡la una y diecisiete!
La una y diecisiete, o sea que la cita o el compromiso, lo que fuera que tenía que hacer Justo a las doce ya había pasado, por más de una hora cuarto. Justo se sintió perdido, verdaderamente perdido. Siguió caminando lentamente hacia el reloj y lo miró, como si él fuera el culpable de su situación.

El reloj desde su torre de concreto estaba indiferente y seguía moviendo su segundero sin reparar en la presencia del viejo. Justo lo odió por haber dejado pasar al burlesco y cruel tiempo, mientras él estaba en una esquina sin saber qué hora era, adónde iba…

Se quedó allí mirándolo, y molesto, con sus brazos cruzados en el abdomen, tratando de recordar lo que no recordaba. Así pasaron unos minutos y luego unas horas. A ratos Justo miraba a su alrededor esperando ver algo que le diera luz a su mente desorientada, pero ése algo no llegaba. Retrocedió y se sentó en una banco vacío y siguió tratando de pasar el tiempo, hasta que algo pasara.


Cuando el sol empezó a ponerse sobre la plaza, como cada día, Ramón se acercó a buscar donde dormir. Llevaba bajo el brazo unos cartones y los suplementos que le regalaban algunos vecinos del periódico del domingo. Pasó frente al reloj, y fue entonces cuando vio a Justo, allí sentado, con la mirada perdida. Le pareció extraño. Trató de saludarlo pero como Justo no lo veía, le llegó por detrás y le tocó suavemente el hombro.

-¿Doctor?

Justo salió de su ensimismamiento. Al ver al muchacho, sucio y maloliente también, como el que lo había molestado en la tarde, se levantó del banco y retrocedió, temeroso.

-Doctor, raro verlo por aquí a estas horas… ¿cómo me le va?

Justo retrocedió aún más y se volteó para buscar otro banco donde sentarse.

-Ta’ bien, no se moleste. Yo que na’ más quería saludarlo…

Ramón siguió masticando un puñado de maní con concha que traía en la mano. Siguió al viejo con la mirada y luego caminó nuevamente hacia él.

-Mire, y ¿no tiene algo por ahí pa’ que me de, mi doctol?

Al ver que Justo le huía.

-No sea así, pero si su esposa suya de uste’ siempre me da alguito… pal cafecito de mañana anque sea…

Justo se detuvo. Aquel hombre le hablaba de “su esposa”, así que tenía familia, ¡tenía a alguien! Por primera vez en todo ese día –y en mucho tiempo- Justo experimentó algo diferente a la duda. Se volvió hacia Ramón.


Después de todo aquel muchacho parecía más joven y también más buena gente. Y lo conocía, lo más importante era que lo conocía, y a su esposa también y quizás a sus hijos…y tal vez hasta sabía dónde vivía.

-Y ¿si vamos hasta mi casa y allá le pedimos a mi esposa que le de algo?


En el ascensor, Ramón miró a Justo, sospechoso.

-Doctor ¿y usté como que estaba por ahí solo haciendo alguna rubiera?

Justo no respondió. En cambió miró cuidadosamente los números que cambiaban a medida que el aparato iba subiendo. 4, 5, 6… Se detuvo. Al ver que no había nadie supuso que era allí donde debía bajarse y Ramón le hizo gesto de dejarlo pasar primero. Ramón iba emocionado. Justo, también.


Cuando Marta abrió la puerta, el escándalo dentro fue casi comparable con el de la tarde en la calle. Su mujer lo abrazó. Luego corrieron sus hijos Amanda, Alfredo y después Antonio y Ana María que se habían instalado allí toda la tarde cuando se enteraron de la desaparición del padre. Antonio lo abrazó con más fuerza, sin Justo saber por qué.

-Pero ¿qué pasó papa?-dijo Amanda, con el habla acelerada- si te estábamos esperando, con el vino, y la comida…

Justo no sabía qué responder, pero intentó abrir la boca. Ramón se le adelantó:

-No mire lo que pasa, señorita, es que al doctol lo secuestraron unos malandros que se la pasan por aquí, merobiando la plaza, ¿uste’ ve? Secuestro express, como lo llaman…

-¡Dios bendito! ¿Por aquí mismo?-dijo Alicia, la vecina, que había salido de la cocina con unas tazas de te en la mano.

-Así mismo es, mi señora. ¿No ve que le quitaron hasta el reloj, pues?


Cuando Ramón habló del reloj, Justo miró su muñeca, huérfana sin el reloj que había perdido. Estuvo a punto de interrumpir el relato ficticio de Ramón, pero se dio cuenta de que teniendo aquel grupo de personas que lo esperaban, que habían estado preocupados por él, no podía defraudarlos y confesarles que no había estado secuestrado sino perdido, pero no en la ciudad sino en el tiempo; en el cruel tiempo que decidió seguir adelante sin él, que se quedó parado y solo en una esquina de Caracas. No podía humillarse contándoles cómo el tiempo y la gente en la calle, se había burlado de él. Así que no más asintió.

Justo Madrigal dejó a Ramón, el loco de la cuadra, contar su historia de aquel domingo y se abstrajo en el reconocimiento de los rostros de su familia, mientras luchaba por tatuar en su memoria –o en lo que quedaba de ella- los nombres de cada uno de sus afectos olvidados.


FIN

Marcelo y la oscuridad, Jesús Eloy Gutiérrez (Sabatino)

I

Marcelo se percató que estaba en un sitio extraño unos instantes antes de abrir los ojos. Aún permanecía como dormido. Al rato cayó en cuenta que no tenía puesta su habitual ropa de dormir. Eso lo hizo al entreabrir los ojos. No había dudas, no estaba en su cama, menos en su cuarto, mucho menos en su casa. ¿Entonces dónde estaba? y ¿por qué estaba allí? ¿cómo había llegado? fueron sus primeras preguntas. Se incorporó y trató de buscar el interruptor de la lámpara de la mesa de noche que percibía cerca en la penumbra de la habitación. La oscuridad le inquietaba. Después de unos tropiezos y de estamparle un fuerte cabezazo a la pared lo consiguió. Uy, esto parece un hotel, dijo al rato, buscó la puerta, su afirmación se lo confirmó un cartel: “Normas de los usuarios”. Ahora, un poco más despierto, se incorporó por completo, puso sus pies en el piso y fue directo al interruptor, la luz se hizo completamente en el pequeño cuarto de paredes color salmón y rodapié como vinotinto, muebles viejos y un enorme cuadro del Boulevard de Sabana Grande de otro tiempo. La cama de una madera oscura pareciera estar más cerca del suelo en su esquina derecha. Marcelo luego de hacer este breve reconocimiento del sitio buscó la ventana; ésta se encontraba escondida detrás de unas persianas amarillentas, que pronto apartó. Miró hacia la calle, esto me parece conocido, parece la Casanova, es la Casanova, allá está El Arabito, dijo. ¿Y cómo vine a parar yo aquí?... ¿Qué hora será?, buscó el reloj, no lo encontró, tampoco había rastro de su ropa por toda la habitación, ah debe estar en el closet, buscó, nada solo uno ganchos solitarios. ¿Cómo salgo de aquí si no tengo ropa? Una fuerte migraña anunciaba fastidiarle. ¡Que sed tengo! musitó por un momento, luego se acercó a la puerta, se cercioró que nadie pasara o estuviera cerca, abrió, miró el número de la habitación, cerró y corrió al teléfono, marcó, una voz le contestó, buenas, señorita estoy en la habitación número 13 y no consigo mi ropa, me puede decir qué ha pasado, ¿cómo qué no sabe?, silencio... entonces llame al encargado, al gerente, a quién sea, pero yo no me pude quedar sin ropa por arte de magia, silencio... está bien esperaré, gracias.

Marcelo estaba desconcertado, no sabía porque estaba allí, ni mucho menos porque no aparecía su ropa. Estos minutos de espera le sirvieron para hacer memoria; por más que intentaba no recordaba haber llegado a ese hotel; sentía un vacío en su mente; presentía una tragedia. Se sentó en la cama, cerró los ojos e intentó recordar nuevamente. No sabía ni que día era... Al rato le vino un recuerdo, unas palabras de su mamá, aunque las recordaba borrosamente. Las discusiones con su madre se habían agravado en los últimos tiempos en la medida en que aumentaron sus desapariciones de fin de semana, incluido el lunes.

En verdad, en los últimos tiempos la vida semanal de Marcelo, el hijo único de la maestra viuda y jubilada del 3-D, de las Residencias Roraima, de la California, se divide en dos tandas. La primera la del hijo consentido, que discurre entre el mediodía del martes y la noche del viernes, cuando empieza la segunda tanda, donde se juntan discotecas, bares, taguaritas, casas de conocidos hace un rato, una esquina o cualquier sitio que permita pasar el momento, hablando pendejadas y exprimiéndole el sumo a unas cuantas cervezas. En esos menesteres tenía por lo menos seis años, desde que Juan Luis, un amigo del liceo, lo invitó a un matinée en su casa y estuvo desaparecido por más de una semana. Su madre, a los dos días denunció la desaparición, al séptimo lo daba por muerto y al noveno casi se muere de un susto al verlo aparecer como si nada.

Desde entonces no vive para otra cosa. Si su padre estuviese vivo ya lo hubiese matado de un disgusto. Su madre intentó que siguiera sus estudios, pero eso fue imposible, al convencerse de ello, le consiguió un puesto de ayudante de almacén en el supermercado de su hermano, pero a Marcelo eso no le venía, así que no duró mucho. Lo único que le ha llamado la atención en estos años es lo de la mecánica, aunque como él mismo dice, no tiene disciplina pa' eso. Unas de las cosas que más le encanta de sus salidas de fin de semana son las carreras de caballos, para eso sí tiene buen ojo; unas cuantas veces ha ganado, aunque si sumara lo que ha gastado en todo el tiempo que lleva en esa práctica, no se pondría tan alegre.

En una época luego de ver lo angustiada que se ponía su mamá había decidido dejar sus aventuras, pero la cuarentena duró poco, vinieron unos amigos un sábado en la tarde y no pudo decirles que no.



II

Un hombre cruza la calle y no ve nada. Hace apenas unos minutos su vista era perfecta. Nunca había sufrido enfermedad ocular alguna, ni siquiera usaba lentes. Es como que todo se le hubiese borrado; escucha ruidos de carros, conversaciones de la gente cerca, otros como él, que vienen del mismo sitio y llevan su mismo destino. El frío en su cara le permitió hacerse un aproximado de la hora: casi amanece; recordó que estaba lo bastante lejos de su casa.

De inmediato pensó en su mamá, la vio aún sumergida entre sus sábanas; recordó la última discusión que tuvo con ella esta misma semana. En ese instante, sus últimas palabras las sintió como una premonición: “Marcelo, hijo, hasta que no te ocurra algo no vas a dejar esas aventuras”.

El sitio de donde había salido antes de quedarse a oscuras era el que más frecuentaba. Le parecía un ambiente frío, sin rollos, donde el único problema era no poder divertirse. Total, al quedar tan lejos de su casa, no había peligro de conseguirse a conocidos de su mamá, a quien pronto irían con el cuento.

Llevaba unos cuantos minutos sin ver nada claro ni distinguir nada. Desesperado, abre y cierra los ojos como tratando de resetear la vista, pero no logra ver nada; recordó, el edificio que estaba al frente, unos pasos más allá está la entrada al estacionamiento donde dejó el carro; un poco más hacia la izquierda estaba el sitio al que se dirigía ahora. Lo sabe porque esa calle la ha cruzado un sinnúmero de veces sin que le sucediera algo parecido. Pero ¿cómo hará ahora para llegar? sino ve nada. Ya sus deseos de comerse su arepa rellena de pollo con trozos de aguacate no es mera necesidad de alimentarse, se torna en una necesidad apremiante, es como estarse conteniendo los deseos de ir al baño y llega el momento y no se puede resistir más. Sin dudas la arepera quedaba diagonal de donde había cruzado. Nunca se imaginó que esto pudiera pasarle; el temor a la oscuridad siempre lo había asociado con fantasmas y aparecidos. Eso le aterra.

− !Coño! ¿Será que me he vuelto loco?- se dice.

Tantea con las manos, no toca nada; se estruja los ojos.

−¿Quién apagó todo?, ¡que locura! esto parece una película, ¿será que estoy soñando?- se dice.

Decide voltear hacia el sitio donde cruzó, también se ha vuelto oscuro, no ve nada. Piensa: si doy los mismos pasos que di para cruzar estaré en el sitio de donde salí y podré descubrir qué me pasa, creo que fueron diez o quince... ¿y si me atropella uno de esos carros que escucho?

−¿Qué hago?... Sí, voy a regresarme allá, seguro alguien me acompañará y ya, solucionado el problema… ¿Cómo si no conozco a nadie? Seguro que pensarán que les voy hacer algo, que los voy a engañar, ¡coño pero que hambre tengo!, creo que me voy a desmayar.

Hasta ese momento había aguantando la angustia que le producía saber que todo estaba oscuro; reconoció que todavía no había superado la fobia a la oscuridad; es una de las pocas cosas que le quedaron de niño; de ese niño que desapareció, como el agua en la arena, cuando su padre partió.

Siente un leve mareo que lo hace tambalearse; da unos pasos y se da cuenta que tropieza con un jardín, bueno uno de esos jardines que se colocan para aislar la calle de los edificios. Palpa bien con las manos y siente que hay un sitio adecuado para apoyarse, incluso para sentarse, aunque las matas parecen que son de espinas. Se sienta, ¿qué hago ahora?, ¿qué me estará pasando?... Si grito: me he quedado ciego, tengo hambre, seguro alguien me podrá ayudar, ¡coño qué pendejo soy!, si todos están como yo, nadie me va a creer, si todo están como yo, lo que van a pensar es que estoy hecho una mierda. ¿Y si llamo a alguien?

Se busca el teléfono, ¡coño! lo dejé en el carro. Comienza a sentir una gran sed, bosteza, como que se fuera a quedar dormido.


III

Las dependencias policiales siempre le habían parecido como la noche, lugares oscuros, tenebrosos; bajo su “supuesta autoridad” veía las más grandes injusticias y abusos; para él aquellas eran la forma perfecta de delinquir sin remordimientos; no recuerda desde cuando comenzó a tener esa apreciación. Total, eso no le angustió nunca hasta ese momento, cuando tenía que enfrentarlos; eso le recordó la extraña muerte de su amigo, que la policía no pudo esclarecer, más bien la tiñó con un baño de oscuridad.


Buenas tardes, vengo a poner una denuncia.

−Espere un momento…

El funcionario policial, luego de hacer unos chistes con sus compañeros y de burlarse de algunos de los futuros denunciantes que esperaban en una cola, le da el turno a Marcelo.

−Sí, bueno, la verdad es que no sé por donde empezar…

−Por el principio… dígame su nombre…

−Marcelo Gómez…

−¿Qué profesión….?

− Ah, bueno… mecánico, sí mecánico…

El policía lo mira con sospecha.

−Vivo en la California, Residencias Roraima…

−Vengo a denunciar el robo de mi carro, bueno en realidad el carro de mi mamá…

−Eso no es en este departamento, pero déjeme que tengo que reseñar la eventualidad, eso es en piso 2, en la División de Vehículos.

−Dígame ¿Cómo sucedió?

−Es que allí es que está el detalle, no sé como pasó… Era el viernes en la noche, estaba tomándome unas cervezas en la tasca El Purgatorio de Los Chaguaramos, bueno, la verdad empecé en el “León” con unos amigos que conocí la semana pasada, como a las 12 ellos se marcharon, me aburrí y me fui a Baku, allí el ambiente estaba ladilla, así que fui para El Pulgatorio, ahí la cosa estaba cool, me senté a la barra y comencé a tomarme mis cervezas. Me lo tripié un buen rato; como a la hora, tal vez dos, como siempre lo acostumbro, di una última calada, pagué mis cervezas, fui al baño y me dispuse ir a La Salvación, una arepera que queda junto diagonal a El Pulgatorio, para comer algo, es que no había cenado y ya las tripas me estaban reclamando. Salí del local, andaba sí creo que como prendío, lo admito, tú sabes las luces, la música, el ambiente, el ambiente del viernes –mientras decía esto recordó una frase de su madre: “!Coño!, Marcelo, la caña no se va acabar!”. Crucé la calle y me quedé a oscuras, no veía nada, pero nada, me mareé, me pegó mucho sueño, era algo terrible. Hasta hace unas horas que desperté semi desnudo en un hotel de la Casanova.

El policía luego de desnudar con la vista a una linda joven nerviosa que acaba de entrar.

−Mira amigo Marcelo, pon tú firma aquí y complétame ésta planilla... Por lo que me dices, has comenzado ser parte de los registros de víctimas de la llamada burundanga… en los últimos días han llegado varios casos como el tuyo; algunas víctimas no han quedado para contarla… Aparte, hay muchas personas que no denuncian.


En ese momento Marcelo no escuchó más las explicaciones que le continuaba dando el policía, se abstrajo, recordó comentarios de unos amigos de ciertos papeles que entregaban a las salidas de Metro, de las agujas infectadas de los cines, de los cócteles de la muerte de algunos sitios nocturnos; todas esas cosas le parecían artimañas de ficción, de gente que no tiene oficio y se la pasa propagando rumores. Pero la convicción con que el policía dijo aquello le hizo recordar una película, “Sombra de la noche”, una de esas de espionaje durante la Guerra Fría, la había visto varias veces, porque le llamaba la atención las investigaciones que hacían dos científicos rusos para descubrir un antídoto contra la llamada “droga de la CIA”. Una de las primeras sorpresas que se encuentran los científicos es que ya en la época nazi era conocida como el “sueño de la verdad”. Marcelo comenzó a recrear las escenas de la película en su mente, sin oír las instrucciones que le estaban dando. Se imaginó abusado sexualmente, sin algún órgano, por eso el dolor de cabeza que ya no soportaba; con algún implante; como conejillo de indias de algún experimento científico de alguna potencia; se desesperó, como pocas veces los hacía; pensó en su madre.



IV


Marcelo no había tenido noticia de su tío desde los días en que trabajaba en el supermercado. Esa mañana lo recibiría en su nueva morada, de la cual no podía salir desde el día en que fue a poner la denuncia a la policía. A la hora prevista para la visita lo trasladaron a un cuarto sin ventanas, donde el único mobiliario eran dos sillas y una mesa de madera. Tiene media hora le dijo el custodio, al rato entraba su tío, al verlo Marcelo se dirigió a recibirlo con una abrazo.

− Ay sobrino, que desgracia ha caído en nuestra familia...

Marcelo pareciera que fuera a llorar.

− ...Yo sé que tú eres inocente, que eso de que te acusan es la mayor locura que puede estar ocurriendo −mientras lo estrecha más, como dándole aliento... fíjate como titula hoy este periódico, Marcelo se aparta del tío y busca, lee el titular de la noticia, se dirige a una de las sillas, se sienta y busca en el interior del periódico el texto completo:

“Hijo implicado en la muerte de su madre”.

“Según fuentes policiales, Marcelo Gómez ayer fue detenido preventivamente, como sospechoso, por los momentos, en la extraña muerte de su madre, acaecida el pasado sábado, en horas de la madrugada.

Según el parte policial la víctima, vecina de las Residencias Roraima de la California, fue atada de pies y manos en su residencia con los cables del teléfono; igualmente se le impidió gritar mediante una cinta adhesiva que se le colocó en la boca. Una vez inmovilizada la señora, los malhechores procedieron a cargar con todas las pertenencias de lugar. Por el modus operandi del suceso, al parecer, la ardua labor debió contar con el concurso de por lo menos tres o cuatro personas.

Declaraciones de vecinos que no se quisieron identificar aseguran que el apartamento fue descargado en el carro de la misma señora, vehículo que por lo general lo conducía su hijo; que los ladrones hicieron unos dos o tres viajes. Marcelo fue detenido y está siendo interrogado exhaustivamente, ya que en toda la habitación no se encontraron huellas de otras personas, sino las del hijo de la víctima.

La infortunada señora murió de un infarto, al perecer, permaneció más de doce horas atada, sin poder respirar normalmente; era asmática. El vehículo no ha aparecido.”

− Marcelo, lo peor es lo que ha declarado la conserje, ella dice que tú estabas con los tres sujetos que cometieron todo, que la saludaste, que estaba oscuro, pero que ella distinguió muy claramente tu rostro...

Al escuchar las palabras de su tío, Marcelo pensó: “la vida es como las carreras de caballos; un día la suerte es para unos, otro para otros”. Acto seguido, sus pensamientos se oscurecieron, como le había sucedido aquella noche con la vista; sólo le quedaba un pequeño resquicio para calcular que en unas pocas horas ya sería viernes y no había señales de salir de allí.

Hedor bajo el asfalto, Michael Nissnick (Sabatino)

El hombre cruzó la calle, tal como lo hacía todos los días, y se dirigió a la estación de metro más cercana. Eran las cinco de la tarde de un día viernes y, como presentía, el servicio estaría colapsado por ser una hora pico. Pero ya estaba acostumbrado a eso por ser una dura batalla que libraba desde hacía años.

Se llamaba Juan Bautista Gómez. Era un hombre algo tímido, por lo que tenía pocos amigos y se esforzaba mucho por obtenerlos. Se ganaba la vida trabajando como cajero en un negocio en Altamira y vivía en El Valle, lo que suponía tomar la transferencia en Plaza Venezuela, una de esas estaciones que, por ser encrucijada para otras líneas, colapsaba terriblemente en aquellas horas.

Juan descendió los peldaños y caminó el breve trecho que lo llevaba hasta los torniquetes. Una vez ahí, se metió la mano en el bolsillo derecho esperando sentir la ya manoseada textura de un boleto naranja que, tras nueve viajes de ida y vuelta, terminaría con éste su breve ciclo de vida en el interior de la máquina traga boletos. Para su sorpresa, no lo sintió. Volvió a meter la mano, a sacarla, a meterla otra vez. Nada. Revisó su otro bolsillo. Buscó en los de la parte trasera del pantalón. Hurgó en el de su camisa. Negativo. O se había extraviado, se lo habían robado o, en un momento de descuido, lo había dejado en el restaurante. Miró entonces hacia la cola de la taquilla y, al encontrarla kilométricamente larga, optó por intentar pasar disimuladamente por debajo de los torniquetes. Era una vieja táctica que ya había ensayado con éxito en ocasiones anteriores. Pero, definitivamente, hoy no era su día: uno de los responsables de la taquilla lo avistó al empezar la maniobra y, lanzándole un silbido, lo instó a hacer la cola como los demás. Apretando los dientes y musitando un “coño e´tu madre, cabrón”, no le quedó más remedio que calarse más de un cuarto de hora para finalmente pasar a la siguiente fase.

Tras descender las escaleras mecánicas, quedó sorprendido al ver la cantidad de gente que abarrotaba el andén. En los muchos años que llevaba usando el servicio, pocas veces había visto algo semejante. El color negro del piso prácticamente no se veía. En los altoparlantes e oyó la acostumbrada cantilena: “se les informa a los señores usuarios que por motivos operacionales, el servicio de trenes presenta un fuerte retraso en estos momentos”…. “y bla, bla, bla”, susurró furioso Juan, que, resignado, se introdujo entre la apretujada multitud con la intención de arrojarse tan pronto llegara el vagón y abriera sus puertas.

Pasaron más de diez minutos antes de que, finalmente, los ansiados ojos amarillos se vieran llegar lentamente desde las profundidades del túnel. Al llegar, se detuvo, se movió, se volvió a detener, se volvió a mover y finalmente abrió las compuertas. Inmediatamente ardió Troya: empujones, patadas, puños, viejas gritando, sillas de ruedas volcándose, cieguitos perdiendo sus bastones y la mayoría muriéndose de la risa dando puntapiés a diestra y siniestra: “¡coño, los están violando y se cagan de la risa!” gritó Juan, que inmediatamente, tras abrirse paso haciendo aquello mismo que criticaba, se tiró en uno de aquellos asientos de color azul destinados a ancianos y minusválidos y entrecerró los ojos con la esperanza de pasar por dormido y cansado ante la muralla ciclópea de cuerpos que se apretujaba en torno a èl y que amenazaba con reventar el vagón.

Las compuertas se cerraron y el tren arrancó. Pero su marcha fue lenta. Los “motivos operacionales” seguían intactos y la gran serpiente de hierro se quedaba constantemente varada en los túneles entre las estaciones. Juan se sofocaba: de vez en cuando entreabría los ojos y sólo hallaba rostros ajados y sudorosos, prácticamente posados sobre el y echándole el aliento y las emanaciones de sudor. No era muy religioso, pero en ese momento rezaba para que ninguna viejita o embarazada abordara el tren y él, en consecuencia, se viera obligado a cederle el puesto por el que tanto había luchado. No había terminado de musitar “amén” cuando abordó el vagón una anciana en andaderas. Siguió con su treta del falso sueño, pero, ante el reclamo de quien le recordó el tipo de asiento que ocupaba, tuvo que cederlo y esgrimiendo una falsa sonrisa. El interminable resto del trayecto hubo de hacerlo de pie, sin gancho del cual poder sujetarse y soportando a predicadores evangélicos y a un mendigo que pedía caridad argumentando que a su tía se le había caído la cabeza y no tenía para volvérsela a poner.

Cuando el operador, finalmente, anunció la proximidad de la estación de transferencia Plaza Venezuela, un hombre, extasiado, lanzó un grito enarbolando un libro muy grueso: “¡lo terminé. Lo terminé. Empecé a leer el Quijote cuando me subí al metro y, pregúntenme cómo, pero lo terminé!”. En ese instante se abrieron las compuertas, y mientras se oía por los parlantes “dejar salir es entrar más rápido”, nadie dejaba salir y todo entraban rápido. Juan finalmente pudo zafarse de todo aquello e iniciar el descenso a la transferencia que finalmente lo llevaría a su casa. Pero ésta se hallaba igualmente colapsada. Y, como telón de fondo, una cantilena que detestaba: “el metro es la gran solución. Va enlazando destinos de estación en estación”. “¡No joda, callen esa mierda! ¡qué gran solución ni que coño! ¡la gran cagazón será, no joda!” gritó histérico. Muchos rieron. Pero para él el drama continuó al abordar el tren de transferencia, por lo que decidió bajarse en Ciudad Universitaria en espera de que la afluencia bajara, el servicio se normalizara y, de paso, que su cólera se le pasara.

Inmediatamente pensó que hacía bastante tiempo que no le echaba un vistazo al pasillo de humanidades de la Central, donde, según le decían, podía encontrar cualquier libro o película que buscara. No era muy cinéfilo. Tampoco leía mucho. Sin embargo, decidió irse por allí para distraerse un poco y, aprovechando que le habían prestado un DVD, ver si se compraba alguna cosa para variar.

Al pasar frente a uno de los puestos, le llamó la atención una carátula en la que figuraba una joven blanquísima, de pelo rojo, que yacía tumbada sobre una cama y tenía los ojos cerrados. Se fijó en el título: “el perfume: historia de un asesino”. Inmediatamente se sintió interesado y cuando levantó la vista para pedir información al vendedor, se encontró con que, casualmente, éste estaba leyendo un libro del mismo título, cuya portada era muy parecida. “Oye pana, ¿qué tal es ese libro?”- preguntó-“Mira, buenísimo. Ya me lo estoy terminando. Estoy loco por ver la película ya”. “¿Me lo recomiendas entonces?”. “Cuando lo agarres no lo vas a soltar. Te lo aseguro”. “¿Y dónde lo puedo conseguir?”. “Mira, ve uno o dos puestos más allá. Donde veas a un señor con pelo largo, allí segurito lo consigues”. “Gracias, pana”.

Una vez con su nuevo libro y el correspondiente DVD bajo el brazo, Juan esperó un rato más para continuar su camino hasta su casa. Al llegar, ya pasada las nueve de la noche, se quitó los zapatos y sin abrir la nevera para probar bocado o darse una ducha, se sentó a leer aquel texto que lo había inquietado. Por lo general, se tardaba hasta meses en leer un libro cuando se decidía a hacerlo. Pero ése lo capturó de tal manera que la mañana del día siguiente lo sorprendió cuando llegaba al último punto y final. ¡Increíble!, pensó. ¡Cómo un don nadie podía hacerse tan poderoso con sólo encontrar la fórmula para oler bien! De repente, asaltó su mente una macabra idea, a la vez que recordaba una vieja cuña televisiva que tanta risa le había causado cuando la vió por primera vez. Pensó entonces que podría dar resultado: “Verga, yo no sabré nada de destilación ni de esas cosas. Pero… ¿y si lo intentara?”. Lo pensó un momento y finalmente se decidió. Emplearía para ello el fin de semana que empezaba.

Llegado el lunes, Juan arribó a estación, tal como hacía todos los días. Pero, lejos de expresar resignación ante una nueva semana fatigosa y difícil, su rostro se contraía en una mueca extraña, semejante, si acaso, a Jack Nicholson encarnando al Guasón. Al estar junto a los torniquetes, sacó un pequeño frasquito de vidrio que contenía un líquido con aspecto de agua sucia y lo esparció por todo su cuerpo. Al instante todos los rostros se contrajeron en una mueca de asco, algunos se desmayaron, muchos vomitaron, la mayoría huyó en estampida, los operarios rompieron los vidrios de las taquillas y pusieron pies en polvorosa lanzando gritos abominables, los boletos introducidos por los torniquetes por un lado se quedaron esperando a sus dueños en el otro…. Juan los pasó tranquilamente, sin boleto ni treta alguna, y descendió al andén. Allí ocurrió otro tanto y éste quedó desierto. Al llegar el tren, abrirse las puertas y entrar Juan, todos se atropellaron a la salida con el rostro morado y hasta los viejos y los paralíticos sacaron fuerzas de donde no las tenían y saltaron hacia afuera con tal de no caer asfixiados y huir. El vagón, a excepción de Juan, quedó completamente desierto.

En ese momento estalló en una sonora carcajada, recordando aquella vieja cuña del desodorante Dioxogen Hipoalergénico, en la que un tipo que no se pone el producto entra en un vagón y al instante todos huyen. A él no le había hecho falta prescindir del Dioxogen. Simplemente juntó en una sola mezcla cuanto de repugnante pudo hallar al olfato, sin importar su origen, fuera animal, vegetal o mineral… de donde fuese. No hubo rincón, por muy asqueroso que éste fuere, en el que Juan Bautista Gómez no buscara afanosamente para lograr su obra maestra. Una vez hecha, se la restregó por el cuerpo, una y otra vez, hasta acostumbrar su olfato a no sentir para nada aquel apestoso aroma. Pero había valido la pena: por fin, los asfixiantes viajes por el subterráneo se convertirían en auténticos cruceros de placer. Y aquel, por lo menos, lo fue: se sentó dónde quiso, cómo quiso y hasta se acostó cuando quiso.

Y al salir del tren subió tranquilamente la estación de Altamira, pues ésta también se había quedado desierta hasta su último rincón. Pero, al dirigirse a su trabajo, recibió una sarta de insultos y amenazas por parte de su jefe y compañeros de trabajo cuando ni siquiera había cruzado la acera todavía. Le instaron a no acercárseles o de lo contrario no respondían de sus actos: “ si te acercas te linchamos, cochino de mierda. O te quitas esa mugre o no vuelvas más por aquí”. Le gritaron. Juan intentó hablarles, pero ellos redoblaron sus amenazas y hasta el jefe le apuntó con la pistola que a veces llevaba consigo. Aterrorizado, dio media vuelta y echó a correr, dispuesto a cualquier cosa para eliminar cualquier rastro de su creación. Todo rincón por el que pasaba quedaba desierto. Se había vuelto un paria . En su desesperación, llegó hasta la plaza Altamira y se lanzó a la fuente, se restregó su cuerpo hasta salirle sangre y se deslizó por la pequeña cascada que llevaba hasta el inicio de la estación, lastimándose la espalda y las piernas con las piedras. Al salir de ella, comprobó con terror que aquello no había bastado: todos seguían cubriéndose la nariz y huyendo de él. Se abalanzó sobre una señora que consiguió capturar antes de que saliera corriendo, y quitándole la cartera, sacó el perfume que ahí llevaba y lo vació hasta la última gota sobre su cuerpo. Nada. Aunque se sintiera limpio, aunque se oliera y no sintiera sino el perfume, todos huían de él, todos vomitaban ante él, nadie se acercaba a él. Su obra maestra se le había rebelado. Aquello había dejado de convertirse en una fragancia temporal para convertirse en el olor de su humanidad. Las colas se acabarían para él, pero también cualquier relación con los hombres. Esto lo deprimió tanto que rompió a llorar sin que nadie se le acercara a consolarlo, pues el olor podía más que el instinto de Buen Samaritano. Tras permanecer un rato así, levantó los ojos enrojecidos. La expresión de su rostro se había desencajado completamente como la de un loco sacado de algún cuadro expresionista. Echó a correr, saltó los torniquetes, atravesó la estación y como alma que lleva el diablo, bajó hasta el andén de la estación….

Unos minutos después, se oyó decir por los altoparlantes: “Atención, se les informa a los señores usuarios que motivado a un arrollamiento, el servicio de trenes presenta un fuerte retraso en estos momentos, por lo que sugerimos usar transporte superficial”.

De punta en blanco, Néstor Luis Llabanero (Sabatino)

De cómo a veces escondemos la identidad y aprendemos a ambicionar a través de otros, ganando la cárcel personal. Un cuento que comienza con una niña que se hace llamar Inmaculada y quien, por exigencias maternas, pretende un estatus a partir del sueño de ser imagen de la casa de moda Del Mar. Su problema lo resuelve cuando al quedar desnuda, luego de un accidente de tránsito, logra despojarse del peso de la ropa y alcanza su plenitud al pronunciar su nombre real en un grito que suena a compasión más que a revelación.






















Inmaculada Castelli estaba informada de dónde desayunaban Yin y Yang, dos diseñadores de moda de la ciudad. Lo sabía por su apego a las revistas de chisme. Realmente Yin y Yang no se llamaban Yin y Yang. Sus nombres eran Rufino y Regino. Sin embargo, decidieron cambiarlos al suponer que tanta indecencia atentaba contra la dignidad de sus personas y negaba cualquier buen mercadeo.

El caso era que Inmaculada Castelli necesitaba conocerlos, por lo cual decidió ir ese día, a las once de la mañana, al principal centro comercial, cuyas tiendas de ropa conocía hasta el hilo de cada prenda. Su intención era dejarse ver por los sastres.

Para garantizarse posibilidades de triunfo emprendió la estrategia de hacerse acompañar de Chela, su amiga y costurera personal. Así, físicamente saldría favorecida en caso de que llegaran a compararlas. La joven fracasó en la meta. Durante la semana repitió lo mismo. Sólo cambiaba indumentaria. Un día, colorida; otro, negra; el siguiente, conservadora; luego, transparente.

Tampoco llamó la atención de los caballeros. Ni siquiera porque al pedir prestado el encendedor a Yin, el más extrovertido, utilizara la mano donde llevaba una sortija de oro recamada con una enorme rosa turquesa que casi cubría la mano. No se desanimó. El siguiente lunes reanudó su plan. Pero esta vez, los chicos alteraron su rutina. La mesa estaba ocupada por dos damas claramente marimachas. El martes determinó ganar de otro modo. Tocó la puerta del café donde sus perseguidos comían y consiguió uno de los dos empleos que para su sorpresa ofrecían como anfitriones de mesa. Yin y Yang estaban allí.

─ Buenos días. ¿Los señores quieren lo mismo de todos los días?, les preguntó la uniformada mesera que, para disgusto de los dueños del café, había ubicado el largo de la falda por encima de las rodillas.

No hubo respuesta. Yin y Yang eran absolutamente indiferentes a la presencia femenina. Hablaban entre ellos, comparaban telas, se reían de algunas clientas y fumaban sin parar.

─ Disculpen -acercó su cabeza a la de Yin y simuló tomar el pedido-

¿prefieren ser atendidos por mi nuevo compañero?

Yin y Yang miraron de arriba abajo al joven robusto, luego a Inmaculada y los tres soltaron a reír. Menos ella. La chica depuso el interés por la mesa, sabiendo que ganaba su inclusión en la lista de aliados de los clientes famosos.

Poco a poco fue conquistando confianza. Los creadores la utilizaban en sus shows rooms para no cancelar ni la mitad de lo que les exigiría contratar a una modelo con caché de principiante. Y de paso, “la muchachita”, como la llamaban, encajaba en lo más cercano a un maniquí viviente. Presumía ella ser musa de inspiración de los artistas del dedal. Sencillamente, “la muchachita” les cumplía. Tenía la obediencia de someterse a jornadas de hasta dieciséis horas de trabajo diario exhibiendo creaciones que para su decepción no le parecían superiores al gusto que adquirió de niña. No se molestaba si sus sofisticados patrones le quitaban el cincuenta por ciento del pago para cubrir los gastos de comida. Y que un porcentaje se fuera en el taxi que a la una de la madrugada la llevaba de vuelta a casa.

No era el dinero lo que le importaba. Inmaculada se sabía cerca de lucir los vestidos Del Mar, la más sólida firma de moda latina: el motivo por el que se había ligado a los modistas. “Del Mar”, suspiraba. “La casa de las estrellas de cine”.

Con unas piernas alimentadas en escalinatas y actitudes incorporadas a sangre, desmeritaba la queja como camino para enderezar el destino. “Quejarse es de perdedores”, pensaba. De manera que con el nuevo empleo, la joven empezaba el día a las siete de la mañana con su boca roja y terminaba igualita. Su cara superaba las pruebas de cansancio. Ni ojeras le aparecían.

Las clientas compraban lo que “la muchachita” caminaba. Y sobre todo, no ocultaba el hambre de reconocimiento. En tres meses, resolvió sacar favores a los modistas. Yin y Yang robaban bocetos de colegas más talentosos y se adelantaban en su hechura para hacerlos creer suyos. No era sólo eso lo que alteraban. Sustituían materiales de primera categoría por aquellos de segunda. Además exigían precios altos a sus clientas que no correspondían en calidad con lo vendido. Inmaculada apeló a su vocación por el chantaje, que también aprendió de niña. Como consecuencia del poder que le daba el miedo que los dos amigos sentían ante el posible descrédito profesional, consiguió atenderse por los estilistas más renombrados. También ser malcriada con días de spa, ser considerada sin éxito por la principal agencia de modelaje del país y ocupar asiento en primera fila durante los desfiles. Eso representaba llevar la vida como la soñó.

─ Ya lo sé, tú eres Inmaculada. Yin y Yang te adoran. Niña, tú si que sabes lo que es un trapo –dijo el estilista a Inmaculada.

Había acudido a plancharse el cabello, enfundada en un vestido fucsia Del Mar, de hombros descubiertos y a mitad de muslos. Sus piernas estaban amarradas hasta las pantorrillas con unas sandalias de trenzas en el mismo tono y tacón número 15. La estatura se elevaba a un metro setenta y dos. Resaltaba su piel blanca y su cabello castaño con reflejos oro.

Mientras un equipo de tres personas hacía el arreglo de su pelo, la clienta de honor posaba sus ojos en quienes entraban y salían del salón de belleza. Los iba rotulando. Pensaba en las tiendas menores donde, según adivinaba, habrían adquirido la ropa que portaban. Estaba persuadida de saberlo. Se trataba de estanterías donde seguramente también ellos, habrían acudido. Podía acertar hasta el precio pagado. Incluso imaginar a los compradores rogando rebajas. Algunos hasta solicitando cancelar la deuda en dos partes. Y a los más descarados, pidiendo por sus bagatelas prórrogas que luego no honraban. Salvo la blusa raída del peluquero, proveniente de la casa Del Mar, en algodón violeta, el resto le resultaba frustrante. Fue cuando fantaseó de nuevo con vestir la línea adulta de la marca Del Mar. Su entusiasmo por la firma lo asumió a grado de obsesión. Empezó a cambiar la inscripción de sus vestidos fraudulentos, comprados en mercados populares, por los de la etiqueta Del Mar. Éstas las conseguía de trapos usados que sus amigas del colegio -dueñas de varios pent house en el lujoso edificio Millenium, el más acaudalado del país- regalaban a la conserje Minerva. Ésta a su vez los guardaba para darlos a Inmaculada, a solicitud discreta de la chica.

─ Llévate todo esto Minerva –decían-. Ya no nos sirven.

─ Yo tengo un vestido así y así y así y así y así –mentía Inmaculada enterada de que eran piezas para su closet.

Inmaculada y Minerva se miraron. Con eso quedó entendido el compromiso que tenía ésta última de no adueñarse de ningún traje. A cambio le llevaba algo de arroz y harina durante la noche de permuta clandestina entre ambas.

Para las ocasiones cuando decidía lucir su nuevo guardarropa, ahora reintervenido, hablaba ante los demás simulando una naturalidad que sus amigas opulentas confiaban genuina: “Llevo tiempo sin ponerme mis vestidos Del Mar. Ya están viejitos y pensaba regalarlos así como hicieron ustedes, pero es que me traen tantos recuerdos buenos. Mañana tengo el capricho de usar alguno”.

Se apareció a la siguiente cita de mujeres ataviada con un Del Mar en tono naranja, de busto descubierto. Combinaba con sus zapatos beige en forma puntiaguda. Las amigas la detallaron. Ella simuló no darse cuenta. Ya Chela le había dado la noticia que esperaba del ascenso de Yin y Yang a casa Del Mar. Y sobre eso fue que basó su rápida despedida y no como hizo creer que se debía a un comentario inoportuno sobre la verdadera procedencia de la prenda que lucía.

En efecto, Chela le había hecho algunos arreglitos al vestido naranja. Lo había drapeado en la parte delantera y descubierto en la espalda con una maestría que lucía original. De tanta experiencia, nadie dudaba de su talento, incluso de su habilidad para re -etiquetar los vestidos que le confeccionaba con telas supuestamente importadas de ultramar. En realidad, Inmaculada y Chela no desestimaban las bondades de un mercado de corotos, se habían convertido en clientas asiduas de las tiendas de ropa usada, leían revistas de moda prestadas en el kiosco y estaban al tanto de quién era quién en la industria del fashion.

Recuerda que ese día, le llegó apresurada con la solicitud de emergencia. Chela no se molestó. Al contrario. Conocía que así, a última hora, se producían los compromisos de las amigas de su amiga. Obedeció al pedido y al tiempo que lo hacía iba recordando las cosas graciosas y contundentes de María Teresa Bolaños viuda de Castelli, madre de Inmaculada. Sentadas en la sala de costura de Chela, ésta reía sola. Fue Chela quien le recordó cuando María Teresa le hizo subir y bajar con la ponderación necesaria una colina de concreto de casi trescientos escalones. A su modo, entendió porque ese patrimonio nacional lo llamaban El Calvario. A Inmaculada le pareció tan forzada la tarea que bastó hacerlo una vez para no olvidar lo que su madre entendía por glamour. Nada en su vida podía ser otra vez tan difícil como aquella penitencia impuesta a causa de un piano traicionero. Tuvo que pisar escalón por escalón, sonriendo, ocultando su miedo, manteniendo el equilibrio, sin maltratar su trapo largo de seda con el cual la vistieron para el ensayo de etiqueta. Supo ser otra persona desde ese instante que le pareció eterno. Y fue la medida también para calibrar, a los cuatro años de edad, el poder social a través de las formas y del vestuario. Se hizo tan experta que diferenciaba al ras una pieza original de una imitación excelente. Sabía incluso cuando los gestos o modales de una persona eran naturales o forzadamente adquiridos. Le comentaba a Chela, para entrar a tiempo de recuerdos, que no podía olvidar la experiencia más compleja de su vida, ser hija de María Teresa.

─ ¿Cómo me vas a disfrazar hoy para ir al colegio? -preguntó a su madre frente al espejo-. No quiero la cola de ayer, hazme algo diferente.

─ Ya te he dicho que no digas disfrazar –corrigió María Teresa-. Sólo te coloqué unos destellos de escarcha en los cachetitos y algo de colorete en los labios porque era tu primer día de colegio. Y lo hice porque en la vida hay que ser y parecer. Tu colegio es el más costoso de todos los colegios y las niñas deben ir impecables. Allí tienes que hacer a tus amigas. Para algo se me va casi toda la pensión de tu padre. ¿No te gustó el peinado de ese día?

─ Sí, me encantó. Pero quiero algo distinto –insistió la niña.

Inmaculada muñequeaba sus manos para hacer sonar las doce pulseras que llevaba puestas y observaba en su cuerpo el vestido de fiesta que más le gustaba y que nada tenía que ver con su uniforme azul y rojo.

─ Claro, hoy será diferente. No irás al colegio porque tendremos visita.

─ ¿Quién viene?, preguntó Inmaculada mirando hacia su closet lleno de trajes.

─ Vienen a conocerte y tienes que estar aún más bella de lo que eres. Por eso te coloqué tu vestido favorito. En todo lo que hagas, serás la mejor dependiendo de cómo te veas. No lo olvides.

─ Mami, ¿por qué tengo que decir que yo me llamo Inmaculada?

─ Porque ese era el nombre que tú papá realmente quería para ti.

─ Pero a mi me gusta el que me pusieron. Yo necesito mi nombre.

─ Ese es entre tú y yo.

Desde los cuatro años, Inmaculada se encargaba de ejecutar el orden de la casa. El esmero se acentuaba cuando recibían a alguien que su madre estimaba importante, como Jacinto Buenahora. Este hombre impoluto las visitaría a fin de testimoniar que la niña estaba apta para un comercial de la línea de ropa infantil que la casa Del Mar había organizado con niños prodigios.

Sin embargo, Inmaculada no conoció al presidente de la casa comercial. Se enteró del interés sobre ella por lo que su madre le contaba con frecuencia. Saberse que una vez fue objeto de su interés la ilusionaba tanto que de adulta mantenía el ego inquebrantable y las ganas de ser incluida en esa vida. Aquel mundo le pertenecía por derecho, según María Teresa le repetía al tiempo que Chela le remendaba uno de sus trapos.

Antes de ir a la casa de Inmaculada, Jacinto Buenahora había dispuesto de enviar a su asistente, a fin de disculparse por un retraso involuntario. María Teresa aprovechó ese tiempo para sacar el piano al balcón que daba a la calle.

─ Sabes lo que tienes que hacer cuando llegue ese señor -advirtió a su hija.

─ Sí, comienzo a hundir las teclas pero antes debo darle play al equipo de sonido. Y pase lo que pase no me meto con nada más.

Así ocurrió. El asistente de Jacinto Buenahora llegó y pronunció sus disculpas desde el portón de entrada donde, a pedido de él, fue atendido por la dueña. Ya se había quedado maravillado con la brillante ejecución que Inmaculada hacía del piano.

Los vecinos enterados del posible contrato que la firma Del Mar haría de Inmaculada se reunieron en un grupo de veinte y se mostraron curiosos ante el desconocimiento que tenían del talento musical de la niña. Se preguntaron desde la acera de enfrente con el ánimo de ser escuchados por el visitante: “¿Desde cuándo Inmaculada toca piano?”.

La presencia de los indiscretos fue disipada con la mirada de reproche de María Teresa, mientras que la nota al piano de Inmaculada comenzó a repetirse inagotablemente. A causa del hastío generado por el chillido prolongado, la concertista decidió levantarse y asomarse por la estrechez que dejaban los barrotes del balcón. Interrogó a María Teresa.

─ Mami, mami, ¿qué hago?

Las notas continuaron pegadas. Jacinto Buenahora nunca llegó a la casa. Inmaculada supo del disgusto que le había causado a su madre. Por el resto de su vida, María Teresa no mencionó aquel episodio. Advirtió que algún día la ropa lujosa de Jacinto Buenahora le cubriría el cuerpo a la pequeña y se refugió en su costumbre de vivir pendiente de las estrellas de cine. Alguna vez ella quiso ser una. Enterada de los detalles biográficos de su actriz, de sus poses fotográficas y de las entrevistas que ofrecía en los medios, adoptaba sus puntos de vista como si le pertenecieran. “La vida no tiene tanto valor como un diamante”, sentenciaba con frecuencia sin justificación alguna. Sólo para presumir de lo que ella estipulaba como sabiduría elegante. La realidad es que se trataba más bien de una aproximación al pensamiento de una de sus divas admiradas. Robarse ideas de alguna luminaria era su costumbre y su secreto.

Hasta dormida, María Teresa usaba maquillaje. Así entendía el respeto a la estética. Chismeaban los vecinos que el rosario de sus noches no era para La Virgen de La Piedad de quien se manifestaba devota, sino para los cosmetólogos. En honor a la apariencia, el exceso de pecas, de manchas y de años, debían ser ocultados por los creyentes como ella. Y dado que vivía en una zona de la ciudad considerada sísmica, pasaba el tiempo de punta en blanco por si acaso el terremoto se le antojaba sorprenderla. Murió víctima de un infarto causado cuando vio que la piel de su busto, nalgas, pantorrillas, abdomen y espalda amaneció agrietada de estrías marrones y negruzcas. “Gusanos asquerosos que brotan y recorren la tierra”, protestaba en silencio.

Pensó que el anunciado temblor había llegado de modo distinto y que para su desgracia el tiempo sólo le había alcanzado para falsear de color obispo uno de sus labios. Inmaculada, convertida en una señorita, pintó el otro. Ahora su madre no lucía cadáver. De inmediato, la joven entendió el valor de parecer, como tanto se lo había enseñado la fallecida. Luego corrió a cerrar las puertas y ventanas, ayudada por Chela. Así evitaría que alguien entrara a consolarla sino después de haber puesto todo en su lugar. Ningún vecino podía decir que antes del día de pésame había conocido la casa de quienes en el barrio levantaban curiosidad colectiva.

─ Sabrás qué vienen a hacer –se refería al interés de los vecinos- No le importamos, sólo quieren tranquilizar su deseo de saber de nosotras. Las comprendo. Yo a cambio hubiese ido sólo para darme cuenta de que la difunta no era yo. Así debe pasar por la cabeza de cada quien cuando asiste a verificar quién es el muerto.

─ ¡Qué dices! ¡Tonterías! El gusto de ustedes siempre fue envidiado. –declaró Chela en tono solemne-. Esas telas que lucían. ¿Dónde las compraba María Teresa?

─ Tú lo sabes Chela. Mamá tenía tan buen gusto como astuta era para conocer la debilidad de la gente. El dueño del almacén es un extranjero ilegal y sabes que mamá se lo recordaba. Yo misma lo visito de vez en cuando.

Cuando abrieron la puerta principal, dos viejitas cayeron al suelo. Eran seguidas de otras tantas que quisieron ser las primeras en ofrecer sus condolencias. Siguió una peregrinación de gente. No se ocuparon de la muerta. Ni de la hija de la muerta. Ni de preguntar si había otro doliente de la hija de la muerta. Lo que importaba a los recién llegados eran los pisos brillantes de mármol, los muebles a modo de poltronas de la sala, las fotos en blanco y negro de ambas, más una del padre de Inmaculada. Y el jardín interno floreado de magnolias que llenaba de color la palidez de la ocasión.

“¡Qué bonita quedó María Teresa!”, fue lo que más escuchó decir Inmaculada sobre el recuerdo que suponía se llevaban los vecinos de aquella triste salutación. “Misión cumplida madre, lo lograste. Cómo pudiste”, pensaba con orgullo y rodeada por los asistentes que saciados la curiosidad, fingían una despedida cabizbaja.

─ ¿Viste la foto del viejo muerto? –rosario en mano, preguntó una señora mayor a una de menor edad-. Ese sí fue un santo. Muerto resultó más útil. Cuando vivo gastaba el dinero en cañandonga. Menos mal que María Teresa alteró los papeles para que la pensión, dicen que de monto elevadísimo, no dejara de llegarle.

─ La condenada fue viva –respondió la otra en voz baja.

Sin embargo, cuando pasó por un lado de Inmaculada cambió sus críticas y dijo en voz alta:

─ ¡Qué bonita quedó María Teresa! ¡Parece una virgencita!

El galerista de la tienda de arte de la zona, que también había acudido a la cita luctuosa, detalló en las paredes de un corredor los afiches de celebridades mundiales y también las de su país. Decía con risa moderada que María Teresa los enmarcaba con la importancia que reviste para un coleccionista el lienzo de un artista consagrado y que sustituía la imagen del famoso cuando creía que Inmaculada había absorbido para sí la esencia de cada una de esas figuras. “Imagínate que una vez recordó un supuesto encuentro de ella con varias actrices”, relató con risa cortada. “Me habló una vez del diálogo que sostuvo con Nicole Kidman donde le decía: ´Este año te toca a ti mi reina ocupar mi pared´”.

Chela tapó su cara enrojecida por la risa apretada. Inmaculada no reprochó que lo hiciera. El galerista continuó remedando a la difunta: ´Y luego se disculpo con Grace Kelly de este modo: `Ya debo despedirte a ti, los tiempos han cambiado y hay otras maneras de ser reina´”.

Chela debió abandonar el funeral para no delatar la simplicidad de María Teresa. Y en su risa en solitario, el sonido detenido de la máquina de coser la trajo al presente para revelarle que el traje naranja de Inmaculada estaba listo. Se levantaron relajadas de los asientos, luego de haber realizado una terapia espiritual basada en la nostalgia. Chela le dijo que le tenía otra información importante.

─ ¿De qué se trata? –quiso saber Inmaculada.

─ Tus amigos diseñadores Yin y Yang fueron nombrados los nuevos creativos de la casa Del Mar.

Este fue el verdadero pretexto para abandonar la cita con sus amigas y marcharse a casa de Yin y Yang, quienes sorprendidos le dijeron:

─ Vuelves a tocar nuestra puerta –expresó Yang con soberbia-. Ya lo sabíamos. La última vez te despediste para siempre. Pasa. No te quedes fuera.

─ Muchas gracias. Vine a felicitarlos

─ ¡Ah! ¡Qué gentil! ¡Qué rápido corre el chisme! –respondió Yang.

─ Sólo cuando la gente es importante como ustedes dos –se sirvió una copa de vino.

─ ¿Y ahora qué favor buscas? –quiso saber Yang.

─ Quiero más. Y me darán más –dijo Inmaculada llevándose la copa de vino a su boca-. Ustedes están exactamente en el punto para llevarme adonde quiero.

Yin que hasta ese momento sólo había escuchado sentado en el sofá de la sala, levantó su mirada y encontró la de Yang. Sabían perfectamente lo que quería decirles aquella niña trepadora. Al poco tiempo, la crónica social reseñaba la campaña de imagen denominada “Inmaculada Del Mar”.

En su casa, Inmaculada no paró de abrazar a Chela. Recordaron a María Teresa cuando le decía: “ese mundo te pertenece”. Se le olvidó vestirse. Durante esa noche helada, la limosina de la casa Del Mar pasaría por ella a las ocho. Faltaban quince minutos. Insuficiente. Tardó dos horas en arreglarse. El chofer se impacientó y subió para agilizar lo que pudiera. Inmaculada estaba abstraída en su vestido color berenjena de seda largo hasta el piso. Se lanzó a sí misma un beso en el espejo y corrieron hasta la calle. Chela gritaba descontrolada por la demora. Inmaculada abrió la puerta trasera del vehículo. Se montó. Y al arrancar pidió al chofer que se detuviera. Se devolvió para besar a Chela. Ahora abrió la puerta delantera. Hizo de copiloto. Se perfumó y puso sus senos en el aire acondicionado por varios minutos. Olvidó su cinturón.

Habían emprendido a un máximo de velocidad. Los celulares de ambos reventaban de tantas llamadas sin contestar. En minutos, el chofer estaba en la carretera auxiliando el cuerpo de Inmaculada que había sido expelido por uno de los vidrios. Avisó a Yin y a Yang pero éstos se negaron a ir. “Para nosotros es mejor que esté muerta”, respondieron. Entonces telefoneó a Jacinto Buenahora y vio llegar a agentes de la policía y de los bomberos.

Milagrosamente Inmaculada sólo presentaba heridas. Y se veía feliz por primera vez. Recordó su principio de que la queja no servía para mejorar el destino.

─ Tengo frío –susurró con satisfacción-. Mi vestido. No lo siento. ¿Por qué tengo tanto frío?

─ Es que has quedado desnuda –dijo Jacinto Buenahora, quien había hecho acto de presencia.

Con su ropa, cubrió el cuerpo de la joven, pero ella prefirió seguir desnuda. Lo que hizo fue colocar su cabeza en las rodillas del presidente de la casa Del Mar, mientras su cuerpo continuaba tirado en la carretera. El agente transmitió por radio el diagnóstico de la víctima: “presenta heridas de consideración”. Y reconoció la presencia de Yin, quien decidió contrariar a Yang. A él inquirió para obtener respuestas que llegaron con el semblante lloroso del diseñador.

─ ¿Edad de la chica? –preguntó el funcionario.

─ 18 años –informó Yin.

─ ¿Conoce su apellido?

─ Castelli –precisó llorando sin lágrimas.

─ Dígame el nombre.

─ Nunca nos dijo, pero podría llamarse Inmaculada. Así siempre le decimos.

─ No, caballero, necesitamos su nombre como en la cédula. Esto es la vida real amigo, no es la fantasía de sus desfiles.

─ Bueno, no lo sé.

─ Hija –ahora el policía se dirigió a la joven- ¿cómo te llamas?

─ Piedad –respondió la joven, quien sonrió y se desmayó.

Aún durmiendo su cara estaba satisfecha.

Primer relato: La primera vez (Glenda Morales, Psec matutino)

Javier cruza la calle, se detiene en la fuente de soda que está al descubierto en medio del bulevar y se sienta en una mesa que le permite observar la moto que dejó anclada con una cadena en un poste, al lado de una línea de moto taxi. Coloca los dos cascos sobre el mantel curtido por manchas color naranja que alguna vez fueron salsa de tomate. Se limpia el sudor con una servilleta que se deshace un poco en el rústico intento y la lanza arrugada sobre el cenicero. Un manto de gotitas se restablece sobre su nariz después de que él la limpia, como en un parabrisas cuando llueve. El cenicero le recuerda que debe comenzar a fumar. Toma el cigarro entre el dedo medio y el anular porque el índice lo tiene encorvado. Es una escena extraña verlo hacer eso porque se tapa la cara entera con la mano al tomar cada bocanada. Voltea la mirada hacia los lados como buscando algo que espera, pero enseguida la devuelve a la moto. Se despoja del cigarrillo y hace una danza visual con el humo entre la mesa y el poste. Con los codos apoyados en la tabla, las manos entrelazadas y la barbilla sobre ellas, le interrumpe el mesonero preguntándole qué desea ordenar y él lo despide porque no desea hacer nada hasta que llegue. Mira el reloj y se da cuenta de que aun falta tiempo.

Fue en ese mismo lugar en el que celebraron su primer día de los enamorados hace casi veinte años. Él no tenía dinero suficiente para halagarla aquella vez y se trepó sobre los balcones del superbloque a robar calcetines de marca para revenderlos en el barrio. Reunió treinta y siete bolívares y la llevó a comer clubhouse con merengada y ella no dejaba de mirar las parrillas que volaban sobre sus hombros hacia las otras mesas. Después de la cena que dejó casi intacta porque no le gustó el aspecto gelatinoso de la ensalada de pollo y la textura de plástico de las salsas del sándwich, le preguntó a Javier por su regalo. El pobre adolescente no sabía que hacer para retener a esa niña de pelo decolorado con agua oxigenada y le dijo que se lo había encargado. Que se lo entregaban el último del mes y que estaba seguro de que le iba a gustar. Ella le respondió que más le valía que estuviera diciendo la verdad y le abrazó posando una mano escondida sobre la cremallera del chico.

Javier mira el reloj nuevamente y se seca ahora el sudor de la nariz y de la frente. Se levanta y camina alrededor de la mesa, desperezándose y reafirmando las piernas que tienden a dormitársele un poco después de que le detectaron la hernia. Se acerca a una baranda de metal que bordea el café y mira detenidamente como está descubierto el óxido por algunos lados donde las capas de pintura han cedido ante el tiempo. Encarama una pierna sobre el metal y comienza a hacer ligeras flexiones sobre el muslo en alto para ahuyentar el hormigueo en esa extremidad. A lo lejos está un buhonero sobreviviente vendiendo discos compactos y se escucha intermitente la melodía de una salsa erótica. Se le estimula el recuerdo y al instante comienza a tararear “...se cansó de esperarlo y se durmió al filo de las tres, estaba frente a ella aquel sillón vacío...era probablemente, la primera vez”. Sus dedos siguen el ritmo de un piano ficticio sobre la baranda. Desde que le habló por teléfono no ha parado de comerse las uñas. Ya la piel de los dedos se le derrama sobre ellas, así que la incomodidad del contacto de la yema adolorida contra la superficie le impide proseguir el concierto, pero no acaba con la nostalgia. Esa canción la bailaba ella ese día en la casa del Verdugo, con el Catire, puliendo hebillas y tocándose. Javier también estaba invitado a esa fiesta, asunto que como siempre, a ella poco le importó. Él no fue porque debía hacerle una entrega a Caballito en su casa, en otro barrio, y necesitaba el dinero urgente porque ya sabía que estaba embarazada. Era una plata fuerte. Esa vez se trataba de más kilos. Javier sólo ansiaba contárselo y no dejaba de hacer planes con su hijo. Cuando le dijeron que buscara a Caballito donde el Verdugo, corrió desesperado para terminar su afortunado negocio cuanto antes, pero en vez se fracturó los sueños con la estampa de su mujer bailando con el catire ese...”quién le habrá acariciado la espalda...quién le habrá amado”. .. Seguía tarareando mientras se sentaba nuevamente.

El mesonero vuelve a abordarlo. Con desdén, Javier le pide un jugo natural y una caja pequeña de cigarros. Su mirada irritada seguía la ruta del mesonero, las agujas del reloj y las señas en cámara lenta que le hacía el encargado de las motos. La brisa soplaba más fuerte, pero él sudaba. Saca un peinecillo de su bolsillo trasero y se alisa el bigote incipiente viéndose el reflejo en el servilletero, lo guarda, ve el reloj y se dirige a la acera del frente a ver qué quería el hombre. Javier le entrega un par de billetes más después de cruzar algunas palabras y regresa a su lugar. Ya el pedido se encontraba en la mesa. Cambiaron también el cenicero. Toma un cigarro y lo aplasta en el recipiente sin siquiera encenderlo. Nuevamente se para a estirar las piernas, mas dominadas por la ansiedad que por el malestar del cosquilleo y al caminar piensa en cuanto le había costado superar todo aquello que ahora recordaba: construir su casa con su propias manos y trabajar en una fábrica de cemento, cargando esos camiones de carga larga y ancha a diario, mínimo una hernia. Pero prefiere eso o colectar basura nuevamente, antes de volver a vender. Además de que con la moto no le iba mal, a pesar de que el bulto le molesta cuando lleva mucho rato sentado, manejando. Toma el vaso de jugo para apartarlo hasta una esquina de la mesa, en señal de que no iba a tomarlo y se le resbala de la mano lisiada. Se le derrama un poco y esto le molesta aun más. No quería probar un sorbo hasta que llegara. Quería el líquido entero como prueba. No quería comer nada tampoco. Él quería reestrenar el lugar. Esa mano torpe.
Cuando Javier vio a la pareja, los fluorescentes forrados con papel celofán con los que se conseguía la atmósfera disco de la época, lo enceguecieron y en ese instante de oscuridad, buscaba algo que le ayudara a apuñalear a ese tipo, pero no lo encontró porque las fiestas se hacían financiadas por enormes termos llenos de guarapita que ponían sobre un mesón, al lado de la miniteca a cinco bolívares el vaso de plástico. Ni una sola botellita. Pero no podía desperdiciar la oportunidad. La venganza le sobaba la mano tentándolo. Ya no bastaba con mandarla al hospital a que le agarraran puntadas en la cabeza, ni aflojarle otro diente, ni encerrarla días enteros en el cuarto. Lo único que refulgía dentro en su cabeza como si el mismo fuera un aviso luminoso, era ese tubo, ese bombillo largo envuelto en un pliego azul transparente, colgado a mitad de la pared, a un brazo de distancia, y ese par en medio de la sala dándose besos al ritmo de la salsa.

Javier hizo un saludo camarada con las manos de los hombres que estaban parados en la entrada de la casa y buscó a Caballito. Iba a ser fácil, pensó, porque el simulacro de las luces violeta le resaltaría los dientes, sonrió. El espacio era reducido: un cuadrado pequeño al que le llamaban el cubo negro, por el ambiente clandestino que allí frecuentaba o el cubito, por “el sabor” que se concentraba en sus fiestas; entonces, no era difícil distinguir a quién fuera, en cualquier ángulo, desde la puerta. Caballito descansaba su espalda en la pared, con las manos frente al pecho como una repisa, moviéndolas como si bailara con una pareja invisible, moviendo exageradamente los hombros y conservando la punta de los pies dentro del mosaico, justamente al lado de la novia de Javier, pero Javier no lo vio ni a él ni a los treinta y pico de cuerpos apretujados en ese cuartucho donde las gotas de sudor caían del techo. Caballito si lo miró. Enseguida comprendió y se acercó a persuadirlo a salir de la casa sin armar líos para que no se estropeara la noche. El brazo basquebolista de Catire cruzaba por completo la silueta de la chica por el torso, como si fuese a darle una vuelta entera, y le alcanzaba hasta manosearle un seno. Esparcida por toda la pieza sonaba esa canción imprudente y Javier la escuchaba lejana como un rumor “quién habrá acariciado su espalda...quién le habrá amado”, se arqueó un poco como si fuera a vomitar sosteniéndose el estomago con la mano en la que llevaba el bolso con el paquete. Siempre llevaba la mercancía en un koala, pero esta vez debía usar un morral “...escucho sus pasos subiendo la escalera... y se vistió de orgullo para no llorar...” Caballito lo interceptó y le preguntó si le había traído el asunto, pero Javier lo ignoró sin intención; tomó el fluorescente y lo caliente del borde metálico, tupido de celofán derretido, lo hizo errar el primer intento, al mismo tiempo que recuerda el mismo ardor cuando remendaba con fósforo sus soldados de plástico. El Catire se apartó bruscamente de la mujer e intentó correr, pero Javier se le abalanzó con toda la rabia depositada en su antebrazo y lo tiró en el piso, tumbándose sobre él para que no se levantara, dio vuelta al tubo de una manera más cómoda, por la mitad, y se lo atestó con fuerza, no para golpearlo sino para astillar el vidrio sobre su cabeza. Las venas de Javier se inflan como un dedo, las de su brazo, las de su frente. El cristal delgado de la lámpara se deshace en sus manos antes de separarle la carne del cuello, ofendiéndose así más su hombría que con la propia infidelidad. Piensa en si tan sólo hubiese tenido las chapas de militar en la cadena, o la peineta que se sacó del bolsillo para sentarse mas cómodo o un bolígrafo, algo con que punzar al traidor. Tenía que conformarse con reciclar las esquilas de cristal y clavárselas una a una, de forma individual, a pesar de que el celofán y la sangre hacían que el vidrio se le resbalara de las manos. El techo dejó de sudar, la música enmudeció por completo y Javier salió de la casa dejando el paquete en el suelo junto al Catire; no por haberlo olvidado, tampoco hubiese recordado llevárselo, sino para poder sostener su mano que había quedado igual de rebanada que el cuello del muchacho.

Ya había agotado las servilletas limpiándose la cara y las manos insistentemente como si viviera de nuevo la escena. El servilletero desde hace rato que sólo servía de espejo. Se sube los lentes a la cabeza -que siempre lleva para evitar que la brisa le haga llorar cuando maneja muy rápido- y nota sus ojeras en el reflejo, también los abundantes pliegues de la piel alrededor de los ojos. Se quita una partícula del diente cariado con una ramita que había caído en el mantel, se baja los lentes de nuevo y deja de observarse. Saca un llavero de su pantalón con el sumo cuidado de no tocar el borde del bolsillo que ya notaba amarillento de tanto meter la mano. Igual la bragueta. Quería darle buena impresión. Empieza a darle vueltas por el aro de metal con el dedo índice, sobre la tabla. No tenía llaves. Es un escarpín verde y blanco, ya matizado por la intención de mantenerlo limpio. No deja de pensar si sería verdad que tuviera sus pies inconfundibles, y aquel lunar... Se mueve gracioso en la silla con las dos manos en la entrepierna como tocando el lugar exacto de la marca; voltea la muñeca para mirar el reloj y lo observa por unos segundos, pasea la mirada alrededor y vuelve a mirarlo con atención como si antes no lo hubiese hecho. No puede evitar por instinto meter nuevamente las manos en los bolsillos cuando se reclina estirando el cuerpo, a manera de distribuir la angustia que se le estaba concentrando sólo en el pecho. Exhala el olor a café con leche propio de la caída de la tarde, pero no lo disfruta. Saca una foto de su cartera y traslada un beso en la punta del dedo hasta donde alguna vez estuvo un rostro, borrado ahora por el roce constante que él mismo hace con el pulgar como haciéndole cariño, como queriendo a alguien en método braille.


Javier emergió de la carcasa que le había servido de vivienda desde que salió del hospital. Son los restos de una furgoneta Econoline que alguna vez recolectó pasajeros en esa zona donde se había radicado ahora y que se ganó abrazándose a una bombona de gas, amenazando con volarse él y todo el que estuviera adentro. Lo dejaron solo en el lugar. Hacía ya un año desde del incidente de la fiesta y no había podido regresar al barrio. Perdió la plaza de la venta, también el dinero que había invertido en aquella última entrega y la familia de Catire lo buscaba. Con sólo tercer grado de instrucción y la mano impedida no era mucho a lo que podía aspirar. De alguna manera tampoco pensaba en volver a traficar, total ya no quería impresionar a nadie. Adentro están los esqueletos de dos asientos largos como para sentarse cuatro personas en cada uno, ambos con los resortes descubiertos y con huecos donde debió ir la goma espuma, pero él los ha ido rellenado con los retazos de tela que abandonan todas las tardes en la calle las fabricas de ropa del centro. Cuando los une toman la forma y el tamaño de un catrecito individual. También pintó de negro las ventanillas por dentro, para evitar en lo posible a los mirones y para no despertarse con el golpe de la luz del sol, aunque casi nunca lo siente porque trabaja de noche y todas las mañanas duerme. Se lavó la cara con un agua espesa que tomó de un pote, antiguo contenedor de desinfectante. Levantó la tanquilla de electricidad de la acera donde está encaramada la carcasa y sacó de adentro una tela arrugada que sacudió para despegarle las alimañas y poder secarse la cara; del mismo sitio tomó una camisa anaranjada fosforescente igual de arrugada y se la puso. Le toca ir a trabajar. Estaba contento porque hace un mes lo ascendieron a los camiones y de colector había podido conseguir más dinero que barriendo en la calle. Antes de recibir la guardia, pasó por una tienda infantil y le dijo al vendedor que le llenara una cajita con el monito verde sin piernas que estaba en la vidriera, el que tenía el babero de globitos; con dos teteros grandes para que le den bastante comida, pensaba; con un rasca encías en forma de manito, verde también porque no sabía de que sexo era. El dependiente le atendía con recelo mirando su aspecto desaseado y disimulando levantó la portezuela encubierta en el mostrador, para correr tras él si era necesario. Javier exigió la crema cero retando al vendedor, pero en dos o tres pedidos más le retornó la emoción. Ordenó también un álbum de fotos pequeño. Compró hasta agotar el último bolívar que había reunido desde que comenzó a trabajar. En compensación por la compra, pero admitiendo que fue mas por haberle ahorrado el susto, el dependiente le obsequió un par de escarpines verde con blanco. De inmediato se fue a la casa de Caballito, el único con quien había podido mantener contacto, a pedirle que por favor le hiciera llegar la encomienda.

-¿Tú vas a seguir con eso, Javier? Ella ni vio la camisa con sangre que le mandaste del hospital. Ni siquiera te fue a ver. Quédate quieto, vale.
-Bueno, Caballo ¿Me vas a hacer la segunda o no?
-Te dije que todavía anda con el policía ese. No alborotes el avispero.
-¿Qué fue?
-Un varón... Esta forradísimo. No le va a faltar nada. Quédate quieto.
-Yo se que no le va a hacer falta un papá... ni mucho menos... la cosa es al revés, chamo... ¿se lo vas a llevar?

No supo si Caballito le mintió cuando le contó después que si había recibido la caja. Percibió lástima en sus palabras porque ya había sido muy duro decirle que al niño estuvo hospitalizado con neumonía porque la mujer lo metió en un pipote de agua con la ropita puesta, a las seis de la mañana, porque se había hecho pupú y ella estaba muy apurada como para que le hiciera perder tiempo; que parece que después se complicó de salud porque, según los cuentos del barrio, lo sumergió en el pote por tanto tiempo, que el bebé se tragó unas larvas que tenía el agua estancada.

Javier no durmió tranquilo nunca más.

Hoy esta allí sentado, esperándolo y cuando mira el cielo, cierra los ojos y aprieta una sonrisa en los labios como cuando se va a comer un dulce sabroso, parece que está pensando en él. Agradece con toda su alma a Caballito haberle conseguido el teléfono, como cuando le consiguió la foto. Ahora que es un hombre no necesita intermediario. “Ahora que es un hombre” repite en voz baja, apenas moviendo los labios. Se divierte en una parodia de padre novato, sintiéndose extraño porque de verdad está preocupado por la tardanza y ya es tan tarde y él “ya es un hombre”, repite en forma de chanza moviendo los hombros y curvando la boca hacia abajo, como la carita triste de los mensajes de celular. Se siente feliz estrenando emociones, pero no deja de angustiarse.

Hace una hora se encendieron los faroles del bulevar. Javier toma el teléfono y marca el número que lee del papel, pero que ya se sabe de memoria y sin siquiera oír el repique, sin siquiera levantar la mano, cuelga la llamada. Es de noche y hace más brisa que en la tarde, pero sigue sudando. Se seca mecánicamente la nariz, la frente y antes de arrojar el papel lo aprieta fuerte en cada ojo y pide la cuenta. Lanza 3700 bolívares en la mesa, sin propina. “Cien veces mayor a aquella vez”, pensó, y no puede parar de pensar en que irónicamente el año entrante el monto hubiese sido mil veces menor, “ojalá el sufrimiento siguiera las reglas del Gobierno”.

Javier cruza la calle hacia la moto; se coloca un casco y el otro lo amarra lentamente, acariciándolo, sobre el espacio del asiento que queda desocupado; quita el candado y la cadena sin usar llave y la amarra con maña a mitad del tubo de escape. Se mete las manos sucias en los bolsillos, reconociendo sus pertenencias y arranca a toda velocidad, a la máxima, con la aguja casi desaparecida del indicador. En su cabeza revuelta aparece esa canción interrumpida por espacios de silencio “la mañana llegó y en el reloj eran casi las diez...escuchó sus pasos...subiendo la escalera... y se vistió de orgullo...” y en su cara dos lagrimas irrumpiendo la barrera de los lentes.

Bases del concurso de Monte Ávila

Con el propósito de contribuir al desarrollo de las letras en Venezuela, así como al descubrimiento de nuevos valores literarios, el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de Monte Ávila Editores, convoca a la quinta edición del Concurso para Obras de Autores Inéditos 2007, a partir de este lunes 5 de febrero.

El llamado a participar se extiende a todos los escritores venezolanos, residentes en el país o en el exterior, que no hayan publicado ningún libro. Podrán concursar obras en los géneros de narrativa (cuento o novela), poesía, cuentos para niños, ensayo (teoría, crítica o historia de la literatura) y dramaturgia.

El estilo y tema de las obras es libre. No obstante, la extensión mínima para el libro de cuentos es de cincuenta páginas, y para las novelas, de noventa. Cuarenta para el poemario, y sesenta para el libro de ensayo. En dramaturgia, la extensión mínima es de cincuenta páginas. Mientras que los cuentos infantiles son de extensión libre.

Los interesados deben presentar cuatro copias de la obra escritas en computadora, en formato Word, con su respectivo diskette o CD. En la identificación deben especificar: nombre del autor, número de cédula de identidad, dirección, número de teléfono y dirección de correo electrónico. Asimismo, deben incluir un resumen curricular de no más de una página y una constancia, bajo fe de juramento, de no haber publicado ningún libro en ninguna editorial, venezolana o extranjera.

El plazo de presentación de las obras culmina el viernes 4 de mayo de 2007. Los jurados presentarán sus veredictos a más tardar, el 29 de junio de 2007. Monte Ávila Editores se compromete a incluir las obras seleccionadas en el plan de publicaciones de 2007.

Los trabajos se recibirán en la sede de Monte Ávila Editores, ubicada en la Avenida Principal de La Castellana con primera transversal, quinta Cristina, urbanización La Castellana, Caracas. El horario de recepción será de lunes a viernes, de 9:00 am a 12:00 m; y de 2:00 pm a 4:00 pm.

Para mayor información, comunicarse con los teléfonos: (58212) 265 6020/ (58212) 263 8783. Escribir a la dirección electrónica: concurso@monteavila.gob.ve. O visitar nuestra página en internet: www.monteavila.gob.ve

PRENSA MONTE ÁVILA EDITORES
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Una introducción

En cada taller, en cada cohorte del Programa Superior de Escritura Creativa hemos encontrado, como era de esperarse, diferentes niveles de logro, particularmente en lo que se refiere a narrativa: relatos muy bueno, relatos regulares y relatos muy crudos. Habitualmente corregimos hasta un nivel razonable y abandonamos.

Este Psec 2006-2007 nos ha premiado: como en las grandes cosechas para los vinos, hay varios cuentos que tienen un nivel muy por encima del promedio, unos cuentos que hablan de la recompensa al talento de los escritores, a la discusión permanente en clase y a la voluntad de tomar en serio la vocación literaria.

Por esta razón surge la idea de armar una antología en la cual logremos recopilar los mejores relatos para presentarlo en un primer momento, en el Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila, pero, de tener allí algún inconveniente, inisistir en el programa cada día un libro del Ministerio de la Cultura y la editorial El perro y la rana.

Sería completar a la perfección un círculo virtuoso que, en menos de seis meses, hemos forjado con ganas y artesanía.

¡Salud por ustedes!