Tic, tac, sonaba el reloj de mesa que tenía Justo Madrigal al lado de su cama. En casi 40 años no había querido cambiarlo por uno menos ruidoso, pues era un regalo de su padre, además, le había sido muy fiel. Estaba esperando que fueran justo las 7 para dejar la cama. Algo debía estar pasando en su mente aquel domingo para que se despertara 15 minutos antes. Tamborileando impacientemente sus dedos en el brazo de la butaca de la sala, esperó el periódico y su desayuno.
-¿Hoy viene Amanda? –preguntó él.
-Si, como cada domingo- le contestó Marta, cariñosa.
-¿Y Rosita?
-Estará puntual a las 12.
-¿Y Antonio y Ana María?
-No, Justo. Llamaron a pedir disculpas porque tienen un compromiso, una piñata con los niños –mintió Marta.
Cada mañana, durante el desayuno, Justo hacía las mismas preguntas y Marta, paciente, le respondía.
-Pero las niñas que estén aquí a las doce –ordenó Justo a su esposa.
-Ellas saben, seguro que no tardarán.
A Justo le gustaban los domingos, porque la ciudad era mucho más tranquila y le parecía que el tiempo pasaba más lento. Es que cuando se llega a ésa edad es mejor que el tiempo pase más lento. La de ése día era la rutina predilecta de Justo, pues incluía el almuerzo familiar que se practicaba en su casa desde que se casó con Marta. Aunque poco conversaban, le tranquilizaba sentirse rodeado de sus hijos, de su esposa, y además le garantizaba poder recordarlos siempre, aunque la vejez llegara, pretendiendo lo contrario.
Después de comer, Justo leyó el periódico entero en su butaca y se fue a bañar. Luego escogió cuidadosamente su camisa y su pantalón de los domingos, y se volvió a sentar allí a ver el noticiero en la televisión.
Entonces sonó el teléfono y Marta lo contestó.
-¿Amanda?
-Si mamá. Estamos en camino, pero no podía esperar. Es que Alfredo y yo tenemos que darles una noticia…
-Tu papá los está esperando, hija… seguro que vienen ¿no?
-Si yo sé, pero… es que me acabo de hacer la prueba, ¡estoy embarazada, mamá!
Aquella era una noticia que merecía ser festejada. Marta le pidió a Justo que bajara a comprar una botella de vino, porque había que celebrar.
-Bajo, bajo y compro una botella de vino. Pero tú llama a Antonio y Ana María a ver si pueden venir a las 12 a celebrar. Y a Rosita, que no deje de llegar puntual-le dijo antes de salir.
Justo salió de la casa con apuro y bajó hasta la calle, camino al supermercado. Para ser domingo, había una cola descomunal. Justo se desorientó un poco, pensando que tanto desorden no era normal en ese día de la semana. Se acercó a la esquina y en el momento en el que Justo se disponía a cruzar la calle, el semáforo peatonal cambió a rojo y Justo se quedó en la esquina esperando su turno.
Gracias a la reparación de una calle los choferes estaban impacientes, todos tocaban corneta, la avenida era un total desastre. Cuando el semáforo peatonal volvió a verde, Justo intentó cruzar pero entonces la cola empezó a fluir y muchos carros desesperados se comieron la luz. Justo se dispuso a esperar un poco más, aunque molesto, con los brazos cruzados sobre su abdomen, cómo solía hacer cuando se molestaba, y miró su reloj. Las agujas doradas le indicaban que faltaban veinte para las 12. El impuntual para el almuerzo iba a ser él.
Una muchacha joven, con un bebé en brazos, tropezó a Justo y pasó de largo, cruzando la calle aunque no le estuviera permitido el paso. Justo la miró de manera reprobatorio, le disgustaba cuando veía que alguien no cumplía las normas. Él, por más apurado que estuviera, iba a esperar la luz que le correspondía… Hasta que por fin la luz cambió nuevamente y Justo pudo atravesar. Lo hizo con paso apurado pero prudente.
Cuando Justo llegó a la otra esquina se volvió para ver a los vehículos desesperados comerse de nuevo la luz. Un carro negro de vidrios oscuros pasó rápidos evadiendo los peatones que aún no había llegado a la acerca y por poco atropella a una viejita. Justo se indignó y ayudó a la mujer a subir a la acera. Se quedó mirando y mirando nuevamente la calle, y cuando se volteó para seguir, algo extraño le había sucedido. Trató de caminar pero no sabía adónde. Miró en derredor y ninguna dirección parecía ser su destino. Justo Madrigal, parado en aquella esquina, no tenía idea de adónde iba.
Justo frenó y miró de nuevo hacia atrás. Varias personas lo empujaron hacia la acera. Entonces sin otro remedio, caminó, pero lento, inseguro. En su mano, un par de billetes y una moneda. Justo la abrió y se detuvo a mirar. No sabía qué hacer con ése dinero. No sabía adónde iba, qué hacía allí en la calle, como se llamaba. Se detuvo por unos momentos, y mientras estaba allí buscando desesperado su razón de ser, los carros tocaban la corneta, se comían las luces, se insultaban entre sí y gritaban a los peatones. No era un domingo como cualquier otro.
Entonces una mujer al pasar dejó unas monedas en su mano abierta. Justo las miró con sorpresa y se preguntó si acaso esa era la razón por la cual tenía dinero en su mano. Intentó contar y eran como 25 mil setecientos o algo así. Le pareció mucho dinero, pero extendió nuevamente la mano mientras seguía caminando, lentamente, tratando de entender o de determinar adónde iría.
Al rato, sin saber exactamente cuánto tiempo había pasado, un joven y luego otra mujer ya habían dejado un par de monedas y un billete más en la mano extendida de Justo. Contó de nuevo, ya eran unos 30 mil, y fue cuando vio el reloj en su muñeca que marcaba 5 para las 12 y parecía haberse detenido.
Pero nada pasó. La posición de aquellas agujas no parecía ser un momento o un número significativo para el Justo Madrigal que caminaba sin rumbo determinado por aquella avenida con la mano extendida llena de monedas y billetes. Justo movió su reloj, intentando que volviera a funcionar, pero eso no sucedió.
Era la primera vez que aquel viejo reloj de montura redonda y correa de cuero negro le fallaba a Justo. Claro, que en ése momento él no lo sabía. Se sintió un viejo ridículo con un reloj en su muñeca que no funcionaba.
El sol de esa hora comenzaba a molestarle. Así es que Justo caminó instintivamente en dirección a un kiosco que estaba al voltear la esquina, junto a un terreno baldío, y allí se cubrió, mientras pensaba en qué hacer con su pequeña fortuna.
En esa esquina bajo la sombra del kiosco, Justo, aún sin saber quién era o adónde iba, supo que la vejez que temía había llegado. Lo supo cuando miró su reloj detenido y cuando sintió el dinero en su mano sin saber qué valor tenía o qué quería hacer con él.
La verdad es que a Justo eso de olvidar pequeñas cosas a menudo le pasaba, pero su apego a una rutina diaria y la puntual recurrencia de sus compromisos y sus actividades lo salvaban de mayores conflictos. “Además, eran sólo unos pequeñísimos olvidos, eso le pasa a cualquiera” pensaba. Con suerte, ni Marta se había dado cuenta. Una vez dejó el chorro abierto, después de lavarse los dientes. Otra, el teléfono descolgado, y nunca le avisó a Marta que la estaba llamando, Clara, su hermana. Pero gracias al cielo jamás había dejado pasar los compromisos o las fechas importantes para la familia. “Eso no se lo perdonaría, eso no”, se había dicho cuando su esposa le reclamó que no se había vestido temprano para el almuerzo de cumpleaños de Amanda.
-Maestro-dijo una voz ronca tras de él.
Un hombre sucio y maloliente, con una talega de yute llena de cachivaches estaba detrás de él. Justo volteó para mirarlo y no pudo evitar una expresión de asco ante su aspecto. Mirando el dinero que tenía en su mano, el hombre le dijo:
-Le llenaron la manito, ¿no? Piche algo pa’ acá maestro, alguito pa’l fresco, ande.
A Justo no es que le agradara la idea, pero accedió y le entregó unas monedas. Después se guardó el resto en un bolsillo, con celo. Trató de ignorar a su acompañante y se concentró en su reloj detenido.
-¿Un cigarrito?- dijo el mendigo mientras se sentaba a su lado en un murito, mientras encendía el suyo.
-No, gracias –dijo Justo secamente al darse cuenta de que el hombre no tenía intenciones de irse.
Justo se dio la vuelta, se quitó el reloj de la muñeca y comenzó a mirar las agujas detenidas. Lo agitó, lo golpeó suavemente, y nada. Notó que sus muñecas parecían más débiles, más torpes, que su piel se veía más arrugada y más manchada sin el reloj en ellas, pero tener un aparato que no servía atado en su muñeca era más que ridículo. Se quedó viendo fijamente la esfera y le pareció por un momento, que se dibujaba una risa burlona en el fondo. Su viejo reloj ahora se reía de él. El ruido de la ciudad se convirtió de repente en un coro de risas crueles que se burlaban de aquel pobre viejo loco parado en una esquina, sin saber quién era, adónde ir, qué hacer. El tiempo se reía de él.
-¿Le echo una manito?
Justo vio que la risa burlona reflejada en la mica de su reloj era la del hombre maloliente.
-¿Uhm?
El hombre se inclinó y volteó su talego, de donde salieron un montón de corotos viejos: una plancha desarmada, un par de ollas pequeñas, una Barbie sin una pierna, el auricular de un teléfono negro con su cable… y finalmente, el hombre encontró entre aquel montón de basura un pequeño destornillador. Con el cigarrillo en su boca y sus manos sucias se lo extendió a Justo. Él lo miró con desconfianza, pero lo aceptó.
Con el instrumento intentó sacar la tapa trasera, pero no era tarea fácil. Mientras tanto el mendigo miraba tras su hombro lo que hacía el viejo. Justo insistió hasta que logró sacarla de un jalón y todas las piezas del reloj salieron volando por el piso.
El mendigo no pudo contener una carcajada sonora que mostró la suciedad de sus dientes.
-Ahora si que ese cachivache ya no le sirve pa’ nada, maestro.
Justo se quedó inmóvil mirando las piezas de su reloj que rodaban por el suelo. Oyó la risa multiplicarse, el ruido de la calle nuevamente, de repente el tic de otro reloj, muy fuerte, luego una voz que decía “a las doce en punto”. Reaccionó, esa voz era la suya, pero ¿qué pasaba a las doce en punto?
Justo, desesperado se dio vuelta y cruzó la calle rápidamente, dejando al mendigo allí en el muro, recogiendo el reloj desarmado.
-Maestro ¿me lo regala?
Justo no le prestó atención, pues quería llegar hasta la plaza, a ver si allí encontraba un reloj que le diera la hora, acaso podría alcanzar tal acontecimiento de las 12. Cruzó la calle con dificultad, huyendo del ruido que se parecía a las risas burlonas de su cabeza.
Llegó a la plaza. Allí había niños que montaban bicicleta, parejas que se tomaban de la mano, un par de estudiantes que parecían estar haciendo una tarea, unos jovencitos con gorros coloridos que jugaban con una pelotita entre sus piernas y gente que esperaba, solitaria, por algún compañero en sus bancos.
Justo se detuvo por un momento y los miró. Una niña acababa de caer de la bicicleta y otra, que la miraba, reía del golpe. De repente, en medio de su paranoia, a Justo le pareció que se volteaban hacia él y lo apuntaban y mirándolo, reían con la fuerza y el desparpajo de sus carcajadas infantiles.
Más allá, en un banco, dos jovencitos que dibujaban algo en un cuaderno, le mostraron las hojas cuadriculadas en las que habías trazado un reloj de caricatura, con una gran sonrisa de bufón y mil agujas que apuntaban horas diferentes.
Los rastafari ya no jugaban con una pelota, sino con un reloj de mesa entre sus piernas. Se lo lanzaban entre ellos mientras se iba rompiendo, y se reían diabólicamente, como quien maltrata a un animalito. Uno de ellos lanzó fuertemente el artefacto, que fue a parar tan sólo a unos metros de donde estaba Justo en su delirio.
Un jovencito de cabeza rapada y franela de Bob Marley vino a recoger la pelotita. Justo la miraba fijamente, caminó hacia ella y se inclinó como para tocarla, pero el muchachito la agarró primero. Justo se echo hacia atrás y se volvió, y en el camino encontró a un joven que esperaba molesto, con un regalo en la mano, por quien Justo supuso era su pareja.
“¿Quizás es que al que espera no tiene puesto reloj” pensó Justo. “O se le detuvo justo cuando venía para el encuentro”. Miró a todos lados tratando de encontrar un reloj grande, de esos que suele haber en algunas plazas. Estaba seguro de que allí tenía que haber uno.
Al fondo, lo divisó. Estaba montado en una torre de concreto, tenía una gran esfera, redonda y blanca. Justo se dispuso a caminar hacia ese extremo de la plaza.
-Maestro- dijo el mendigo tras de él- ¡lo compuse, mire!
Justo se detuvo y volteó a ver al hombre maloliente que lo seguía. Él lo miraba ilusionado de mostrarle su logro, agitando la mano. Justo, aún desconfiado, se le acercó sólo para ver que ahora su reloj no tenía mica, y el mendigo, burlesco, movía las agujas con sus dedos, al tiempo que decía suave y quedo, como un payaso:
-Tic, tac, tic, tac…
Justo ni siquiera lo miró. Se sintió humillado. Dio media vuelta y siguió su camino hacia el reloj de la plaza.
-Pero ¿qué fue, maestro? ¿No le gusta como camina? ¡Si quedó fino!
El hombre reía a carcajadas. Justo caminó más rápido, queriendo acribillar a aquel mendigo que jugaba con su dignidad tan cruelmente. Pero lo animaba la esperanza de descubrir el reloj de la plaza y saber por fin qué hora era. Esperaba que no más de las doce.
Tenía el corazón agitado y hacía mucho calor, pero el caminaba firmemente a su destino. A medida que se acercaba pudo ver que las agujas no estaban juntas y un poco más adelante…que el horario señalaba el uno y el minutero… un poco más adelante del dos… era ¡la una y diecisiete!
La una y diecisiete, o sea que la cita o el compromiso, lo que fuera que tenía que hacer Justo a las doce ya había pasado, por más de una hora cuarto. Justo se sintió perdido, verdaderamente perdido. Siguió caminando lentamente hacia el reloj y lo miró, como si él fuera el culpable de su situación.
El reloj desde su torre de concreto estaba indiferente y seguía moviendo su segundero sin reparar en la presencia del viejo. Justo lo odió por haber dejado pasar al burlesco y cruel tiempo, mientras él estaba en una esquina sin saber qué hora era, adónde iba…
Se quedó allí mirándolo, y molesto, con sus brazos cruzados en el abdomen, tratando de recordar lo que no recordaba. Así pasaron unos minutos y luego unas horas. A ratos Justo miraba a su alrededor esperando ver algo que le diera luz a su mente desorientada, pero ése algo no llegaba. Retrocedió y se sentó en una banco vacío y siguió tratando de pasar el tiempo, hasta que algo pasara.
Cuando el sol empezó a ponerse sobre la plaza, como cada día, Ramón se acercó a buscar donde dormir. Llevaba bajo el brazo unos cartones y los suplementos que le regalaban algunos vecinos del periódico del domingo. Pasó frente al reloj, y fue entonces cuando vio a Justo, allí sentado, con la mirada perdida. Le pareció extraño. Trató de saludarlo pero como Justo no lo veía, le llegó por detrás y le tocó suavemente el hombro.
-¿Doctor?
Justo salió de su ensimismamiento. Al ver al muchacho, sucio y maloliente también, como el que lo había molestado en la tarde, se levantó del banco y retrocedió, temeroso.
-Doctor, raro verlo por aquí a estas horas… ¿cómo me le va?
Justo retrocedió aún más y se volteó para buscar otro banco donde sentarse.
-Ta’ bien, no se moleste. Yo que na’ más quería saludarlo…
Ramón siguió masticando un puñado de maní con concha que traía en la mano. Siguió al viejo con la mirada y luego caminó nuevamente hacia él.
-Mire, y ¿no tiene algo por ahí pa’ que me de, mi doctol?
Al ver que Justo le huía.
-No sea así, pero si su esposa suya de uste’ siempre me da alguito… pal cafecito de mañana anque sea…
Justo se detuvo. Aquel hombre le hablaba de “su esposa”, así que tenía familia, ¡tenía a alguien! Por primera vez en todo ese día –y en mucho tiempo- Justo experimentó algo diferente a la duda. Se volvió hacia Ramón.
Después de todo aquel muchacho parecía más joven y también más buena gente. Y lo conocía, lo más importante era que lo conocía, y a su esposa también y quizás a sus hijos…y tal vez hasta sabía dónde vivía.
-Y ¿si vamos hasta mi casa y allá le pedimos a mi esposa que le de algo?
En el ascensor, Ramón miró a Justo, sospechoso.
-Doctor ¿y usté como que estaba por ahí solo haciendo alguna rubiera?
Justo no respondió. En cambió miró cuidadosamente los números que cambiaban a medida que el aparato iba subiendo. 4, 5, 6… Se detuvo. Al ver que no había nadie supuso que era allí donde debía bajarse y Ramón le hizo gesto de dejarlo pasar primero. Ramón iba emocionado. Justo, también.
Cuando Marta abrió la puerta, el escándalo dentro fue casi comparable con el de la tarde en la calle. Su mujer lo abrazó. Luego corrieron sus hijos Amanda, Alfredo y después Antonio y Ana María que se habían instalado allí toda la tarde cuando se enteraron de la desaparición del padre. Antonio lo abrazó con más fuerza, sin Justo saber por qué.
-Pero ¿qué pasó papa?-dijo Amanda, con el habla acelerada- si te estábamos esperando, con el vino, y la comida…
Justo no sabía qué responder, pero intentó abrir la boca. Ramón se le adelantó:
-No mire lo que pasa, señorita, es que al doctol lo secuestraron unos malandros que se la pasan por aquí, merobiando la plaza, ¿uste’ ve? Secuestro express, como lo llaman…
-¡Dios bendito! ¿Por aquí mismo?-dijo Alicia, la vecina, que había salido de la cocina con unas tazas de te en la mano.
-Así mismo es, mi señora. ¿No ve que le quitaron hasta el reloj, pues?
Cuando Ramón habló del reloj, Justo miró su muñeca, huérfana sin el reloj que había perdido. Estuvo a punto de interrumpir el relato ficticio de Ramón, pero se dio cuenta de que teniendo aquel grupo de personas que lo esperaban, que habían estado preocupados por él, no podía defraudarlos y confesarles que no había estado secuestrado sino perdido, pero no en la ciudad sino en el tiempo; en el cruel tiempo que decidió seguir adelante sin él, que se quedó parado y solo en una esquina de Caracas. No podía humillarse contándoles cómo el tiempo y la gente en la calle, se había burlado de él. Así que no más asintió.
Justo Madrigal dejó a Ramón, el loco de la cuadra, contar su historia de aquel domingo y se abstrajo en el reconocimiento de los rostros de su familia, mientras luchaba por tatuar en su memoria –o en lo que quedaba de ella- los nombres de cada uno de sus afectos olvidados.
FIN
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