Javier cruza la calle, se detiene en la fuente de soda que está al descubierto en medio del bulevar y se sienta en una mesa que le permite observar la moto que dejó anclada con una cadena en un poste, al lado de una línea de moto taxi. Coloca los dos cascos sobre el mantel curtido por manchas color naranja que alguna vez fueron salsa de tomate. Se limpia el sudor con una servilleta que se deshace un poco en el rústico intento y la lanza arrugada sobre el cenicero. Un manto de gotitas se restablece sobre su nariz después de que él la limpia, como en un parabrisas cuando llueve. El cenicero le recuerda que debe comenzar a fumar. Toma el cigarro entre el dedo medio y el anular porque el índice lo tiene encorvado. Es una escena extraña verlo hacer eso porque se tapa la cara entera con la mano al tomar cada bocanada. Voltea la mirada hacia los lados como buscando algo que espera, pero enseguida la devuelve a la moto. Se despoja del cigarrillo y hace una danza visual con el humo entre la mesa y el poste. Con los codos apoyados en la tabla, las manos entrelazadas y la barbilla sobre ellas, le interrumpe el mesonero preguntándole qué desea ordenar y él lo despide porque no desea hacer nada hasta que llegue. Mira el reloj y se da cuenta de que aun falta tiempo.
Fue en ese mismo lugar en el que celebraron su primer día de los enamorados hace casi veinte años. Él no tenía dinero suficiente para halagarla aquella vez y se trepó sobre los balcones del superbloque a robar calcetines de marca para revenderlos en el barrio. Reunió treinta y siete bolívares y la llevó a comer clubhouse con merengada y ella no dejaba de mirar las parrillas que volaban sobre sus hombros hacia las otras mesas. Después de la cena que dejó casi intacta porque no le gustó el aspecto gelatinoso de la ensalada de pollo y la textura de plástico de las salsas del sándwich, le preguntó a Javier por su regalo. El pobre adolescente no sabía que hacer para retener a esa niña de pelo decolorado con agua oxigenada y le dijo que se lo había encargado. Que se lo entregaban el último del mes y que estaba seguro de que le iba a gustar. Ella le respondió que más le valía que estuviera diciendo la verdad y le abrazó posando una mano escondida sobre la cremallera del chico.
Javier mira el reloj nuevamente y se seca ahora el sudor de la nariz y de la frente. Se levanta y camina alrededor de la mesa, desperezándose y reafirmando las piernas que tienden a dormitársele un poco después de que le detectaron la hernia. Se acerca a una baranda de metal que bordea el café y mira detenidamente como está descubierto el óxido por algunos lados donde las capas de pintura han cedido ante el tiempo. Encarama una pierna sobre el metal y comienza a hacer ligeras flexiones sobre el muslo en alto para ahuyentar el hormigueo en esa extremidad. A lo lejos está un buhonero sobreviviente vendiendo discos compactos y se escucha intermitente la melodía de una salsa erótica. Se le estimula el recuerdo y al instante comienza a tararear “...se cansó de esperarlo y se durmió al filo de las tres, estaba frente a ella aquel sillón vacío...era probablemente, la primera vez”. Sus dedos siguen el ritmo de un piano ficticio sobre la baranda. Desde que le habló por teléfono no ha parado de comerse las uñas. Ya la piel de los dedos se le derrama sobre ellas, así que la incomodidad del contacto de la yema adolorida contra la superficie le impide proseguir el concierto, pero no acaba con la nostalgia. Esa canción la bailaba ella ese día en la casa del Verdugo, con el Catire, puliendo hebillas y tocándose. Javier también estaba invitado a esa fiesta, asunto que como siempre, a ella poco le importó. Él no fue porque debía hacerle una entrega a Caballito en su casa, en otro barrio, y necesitaba el dinero urgente porque ya sabía que estaba embarazada. Era una plata fuerte. Esa vez se trataba de más kilos. Javier sólo ansiaba contárselo y no dejaba de hacer planes con su hijo. Cuando le dijeron que buscara a Caballito donde el Verdugo, corrió desesperado para terminar su afortunado negocio cuanto antes, pero en vez se fracturó los sueños con la estampa de su mujer bailando con el catire ese...”quién le habrá acariciado la espalda...quién le habrá amado”. .. Seguía tarareando mientras se sentaba nuevamente.
El mesonero vuelve a abordarlo. Con desdén, Javier le pide un jugo natural y una caja pequeña de cigarros. Su mirada irritada seguía la ruta del mesonero, las agujas del reloj y las señas en cámara lenta que le hacía el encargado de las motos. La brisa soplaba más fuerte, pero él sudaba. Saca un peinecillo de su bolsillo trasero y se alisa el bigote incipiente viéndose el reflejo en el servilletero, lo guarda, ve el reloj y se dirige a la acera del frente a ver qué quería el hombre. Javier le entrega un par de billetes más después de cruzar algunas palabras y regresa a su lugar. Ya el pedido se encontraba en la mesa. Cambiaron también el cenicero. Toma un cigarro y lo aplasta en el recipiente sin siquiera encenderlo. Nuevamente se para a estirar las piernas, mas dominadas por la ansiedad que por el malestar del cosquilleo y al caminar piensa en cuanto le había costado superar todo aquello que ahora recordaba: construir su casa con su propias manos y trabajar en una fábrica de cemento, cargando esos camiones de carga larga y ancha a diario, mínimo una hernia. Pero prefiere eso o colectar basura nuevamente, antes de volver a vender. Además de que con la moto no le iba mal, a pesar de que el bulto le molesta cuando lleva mucho rato sentado, manejando. Toma el vaso de jugo para apartarlo hasta una esquina de la mesa, en señal de que no iba a tomarlo y se le resbala de la mano lisiada. Se le derrama un poco y esto le molesta aun más. No quería probar un sorbo hasta que llegara. Quería el líquido entero como prueba. No quería comer nada tampoco. Él quería reestrenar el lugar. Esa mano torpe.
Cuando Javier vio a la pareja, los fluorescentes forrados con papel celofán con los que se conseguía la atmósfera disco de la época, lo enceguecieron y en ese instante de oscuridad, buscaba algo que le ayudara a apuñalear a ese tipo, pero no lo encontró porque las fiestas se hacían financiadas por enormes termos llenos de guarapita que ponían sobre un mesón, al lado de la miniteca a cinco bolívares el vaso de plástico. Ni una sola botellita. Pero no podía desperdiciar la oportunidad. La venganza le sobaba la mano tentándolo. Ya no bastaba con mandarla al hospital a que le agarraran puntadas en la cabeza, ni aflojarle otro diente, ni encerrarla días enteros en el cuarto. Lo único que refulgía dentro en su cabeza como si el mismo fuera un aviso luminoso, era ese tubo, ese bombillo largo envuelto en un pliego azul transparente, colgado a mitad de la pared, a un brazo de distancia, y ese par en medio de la sala dándose besos al ritmo de la salsa.
Javier hizo un saludo camarada con las manos de los hombres que estaban parados en la entrada de la casa y buscó a Caballito. Iba a ser fácil, pensó, porque el simulacro de las luces violeta le resaltaría los dientes, sonrió. El espacio era reducido: un cuadrado pequeño al que le llamaban el cubo negro, por el ambiente clandestino que allí frecuentaba o el cubito, por “el sabor” que se concentraba en sus fiestas; entonces, no era difícil distinguir a quién fuera, en cualquier ángulo, desde la puerta. Caballito descansaba su espalda en la pared, con las manos frente al pecho como una repisa, moviéndolas como si bailara con una pareja invisible, moviendo exageradamente los hombros y conservando la punta de los pies dentro del mosaico, justamente al lado de la novia de Javier, pero Javier no lo vio ni a él ni a los treinta y pico de cuerpos apretujados en ese cuartucho donde las gotas de sudor caían del techo. Caballito si lo miró. Enseguida comprendió y se acercó a persuadirlo a salir de la casa sin armar líos para que no se estropeara la noche. El brazo basquebolista de Catire cruzaba por completo la silueta de la chica por el torso, como si fuese a darle una vuelta entera, y le alcanzaba hasta manosearle un seno. Esparcida por toda la pieza sonaba esa canción imprudente y Javier la escuchaba lejana como un rumor “quién habrá acariciado su espalda...quién le habrá amado”, se arqueó un poco como si fuera a vomitar sosteniéndose el estomago con la mano en la que llevaba el bolso con el paquete. Siempre llevaba la mercancía en un koala, pero esta vez debía usar un morral “...escucho sus pasos subiendo la escalera... y se vistió de orgullo para no llorar...” Caballito lo interceptó y le preguntó si le había traído el asunto, pero Javier lo ignoró sin intención; tomó el fluorescente y lo caliente del borde metálico, tupido de celofán derretido, lo hizo errar el primer intento, al mismo tiempo que recuerda el mismo ardor cuando remendaba con fósforo sus soldados de plástico. El Catire se apartó bruscamente de la mujer e intentó correr, pero Javier se le abalanzó con toda la rabia depositada en su antebrazo y lo tiró en el piso, tumbándose sobre él para que no se levantara, dio vuelta al tubo de una manera más cómoda, por la mitad, y se lo atestó con fuerza, no para golpearlo sino para astillar el vidrio sobre su cabeza. Las venas de Javier se inflan como un dedo, las de su brazo, las de su frente. El cristal delgado de la lámpara se deshace en sus manos antes de separarle la carne del cuello, ofendiéndose así más su hombría que con la propia infidelidad. Piensa en si tan sólo hubiese tenido las chapas de militar en la cadena, o la peineta que se sacó del bolsillo para sentarse mas cómodo o un bolígrafo, algo con que punzar al traidor. Tenía que conformarse con reciclar las esquilas de cristal y clavárselas una a una, de forma individual, a pesar de que el celofán y la sangre hacían que el vidrio se le resbalara de las manos. El techo dejó de sudar, la música enmudeció por completo y Javier salió de la casa dejando el paquete en el suelo junto al Catire; no por haberlo olvidado, tampoco hubiese recordado llevárselo, sino para poder sostener su mano que había quedado igual de rebanada que el cuello del muchacho.
Ya había agotado las servilletas limpiándose la cara y las manos insistentemente como si viviera de nuevo la escena. El servilletero desde hace rato que sólo servía de espejo. Se sube los lentes a la cabeza -que siempre lleva para evitar que la brisa le haga llorar cuando maneja muy rápido- y nota sus ojeras en el reflejo, también los abundantes pliegues de la piel alrededor de los ojos. Se quita una partícula del diente cariado con una ramita que había caído en el mantel, se baja los lentes de nuevo y deja de observarse. Saca un llavero de su pantalón con el sumo cuidado de no tocar el borde del bolsillo que ya notaba amarillento de tanto meter la mano. Igual la bragueta. Quería darle buena impresión. Empieza a darle vueltas por el aro de metal con el dedo índice, sobre la tabla. No tenía llaves. Es un escarpín verde y blanco, ya matizado por la intención de mantenerlo limpio. No deja de pensar si sería verdad que tuviera sus pies inconfundibles, y aquel lunar... Se mueve gracioso en la silla con las dos manos en la entrepierna como tocando el lugar exacto de la marca; voltea la muñeca para mirar el reloj y lo observa por unos segundos, pasea la mirada alrededor y vuelve a mirarlo con atención como si antes no lo hubiese hecho. No puede evitar por instinto meter nuevamente las manos en los bolsillos cuando se reclina estirando el cuerpo, a manera de distribuir la angustia que se le estaba concentrando sólo en el pecho. Exhala el olor a café con leche propio de la caída de la tarde, pero no lo disfruta. Saca una foto de su cartera y traslada un beso en la punta del dedo hasta donde alguna vez estuvo un rostro, borrado ahora por el roce constante que él mismo hace con el pulgar como haciéndole cariño, como queriendo a alguien en método braille.
Javier emergió de la carcasa que le había servido de vivienda desde que salió del hospital. Son los restos de una furgoneta Econoline que alguna vez recolectó pasajeros en esa zona donde se había radicado ahora y que se ganó abrazándose a una bombona de gas, amenazando con volarse él y todo el que estuviera adentro. Lo dejaron solo en el lugar. Hacía ya un año desde del incidente de la fiesta y no había podido regresar al barrio. Perdió la plaza de la venta, también el dinero que había invertido en aquella última entrega y la familia de Catire lo buscaba. Con sólo tercer grado de instrucción y la mano impedida no era mucho a lo que podía aspirar. De alguna manera tampoco pensaba en volver a traficar, total ya no quería impresionar a nadie. Adentro están los esqueletos de dos asientos largos como para sentarse cuatro personas en cada uno, ambos con los resortes descubiertos y con huecos donde debió ir la goma espuma, pero él los ha ido rellenado con los retazos de tela que abandonan todas las tardes en la calle las fabricas de ropa del centro. Cuando los une toman la forma y el tamaño de un catrecito individual. También pintó de negro las ventanillas por dentro, para evitar en lo posible a los mirones y para no despertarse con el golpe de la luz del sol, aunque casi nunca lo siente porque trabaja de noche y todas las mañanas duerme. Se lavó la cara con un agua espesa que tomó de un pote, antiguo contenedor de desinfectante. Levantó la tanquilla de electricidad de la acera donde está encaramada la carcasa y sacó de adentro una tela arrugada que sacudió para despegarle las alimañas y poder secarse la cara; del mismo sitio tomó una camisa anaranjada fosforescente igual de arrugada y se la puso. Le toca ir a trabajar. Estaba contento porque hace un mes lo ascendieron a los camiones y de colector había podido conseguir más dinero que barriendo en la calle. Antes de recibir la guardia, pasó por una tienda infantil y le dijo al vendedor que le llenara una cajita con el monito verde sin piernas que estaba en la vidriera, el que tenía el babero de globitos; con dos teteros grandes para que le den bastante comida, pensaba; con un rasca encías en forma de manito, verde también porque no sabía de que sexo era. El dependiente le atendía con recelo mirando su aspecto desaseado y disimulando levantó la portezuela encubierta en el mostrador, para correr tras él si era necesario. Javier exigió la crema cero retando al vendedor, pero en dos o tres pedidos más le retornó la emoción. Ordenó también un álbum de fotos pequeño. Compró hasta agotar el último bolívar que había reunido desde que comenzó a trabajar. En compensación por la compra, pero admitiendo que fue mas por haberle ahorrado el susto, el dependiente le obsequió un par de escarpines verde con blanco. De inmediato se fue a la casa de Caballito, el único con quien había podido mantener contacto, a pedirle que por favor le hiciera llegar la encomienda.
-¿Tú vas a seguir con eso, Javier? Ella ni vio la camisa con sangre que le mandaste del hospital. Ni siquiera te fue a ver. Quédate quieto, vale.
-Bueno, Caballo ¿Me vas a hacer la segunda o no?
-Te dije que todavía anda con el policía ese. No alborotes el avispero.
-¿Qué fue?
-Un varón... Esta forradísimo. No le va a faltar nada. Quédate quieto.
-Yo se que no le va a hacer falta un papá... ni mucho menos... la cosa es al revés, chamo... ¿se lo vas a llevar?
No supo si Caballito le mintió cuando le contó después que si había recibido la caja. Percibió lástima en sus palabras porque ya había sido muy duro decirle que al niño estuvo hospitalizado con neumonía porque la mujer lo metió en un pipote de agua con la ropita puesta, a las seis de la mañana, porque se había hecho pupú y ella estaba muy apurada como para que le hiciera perder tiempo; que parece que después se complicó de salud porque, según los cuentos del barrio, lo sumergió en el pote por tanto tiempo, que el bebé se tragó unas larvas que tenía el agua estancada.
Javier no durmió tranquilo nunca más.
Hoy esta allí sentado, esperándolo y cuando mira el cielo, cierra los ojos y aprieta una sonrisa en los labios como cuando se va a comer un dulce sabroso, parece que está pensando en él. Agradece con toda su alma a Caballito haberle conseguido el teléfono, como cuando le consiguió la foto. Ahora que es un hombre no necesita intermediario. “Ahora que es un hombre” repite en voz baja, apenas moviendo los labios. Se divierte en una parodia de padre novato, sintiéndose extraño porque de verdad está preocupado por la tardanza y ya es tan tarde y él “ya es un hombre”, repite en forma de chanza moviendo los hombros y curvando la boca hacia abajo, como la carita triste de los mensajes de celular. Se siente feliz estrenando emociones, pero no deja de angustiarse.
Hace una hora se encendieron los faroles del bulevar. Javier toma el teléfono y marca el número que lee del papel, pero que ya se sabe de memoria y sin siquiera oír el repique, sin siquiera levantar la mano, cuelga la llamada. Es de noche y hace más brisa que en la tarde, pero sigue sudando. Se seca mecánicamente la nariz, la frente y antes de arrojar el papel lo aprieta fuerte en cada ojo y pide la cuenta. Lanza 3700 bolívares en la mesa, sin propina. “Cien veces mayor a aquella vez”, pensó, y no puede parar de pensar en que irónicamente el año entrante el monto hubiese sido mil veces menor, “ojalá el sufrimiento siguiera las reglas del Gobierno”.
Javier cruza la calle hacia la moto; se coloca un casco y el otro lo amarra lentamente, acariciándolo, sobre el espacio del asiento que queda desocupado; quita el candado y la cadena sin usar llave y la amarra con maña a mitad del tubo de escape. Se mete las manos sucias en los bolsillos, reconociendo sus pertenencias y arranca a toda velocidad, a la máxima, con la aguja casi desaparecida del indicador. En su cabeza revuelta aparece esa canción interrumpida por espacios de silencio “la mañana llegó y en el reloj eran casi las diez...escuchó sus pasos...subiendo la escalera... y se vistió de orgullo...” y en su cara dos lagrimas irrumpiendo la barrera de los lentes.
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