El hombre cruzó la calle, tal como lo hacía todos los días, y se dirigió a la estación de metro más cercana. Eran las cinco de la tarde de un día viernes y, como presentía, el servicio estaría colapsado por ser una hora pico. Pero ya estaba acostumbrado a eso por ser una dura batalla que libraba desde hacía años.
Se llamaba Juan Bautista Gómez. Era un hombre algo tímido, por lo que tenía pocos amigos y se esforzaba mucho por obtenerlos. Se ganaba la vida trabajando como cajero en un negocio en Altamira y vivía en El Valle, lo que suponía tomar la transferencia en Plaza Venezuela, una de esas estaciones que, por ser encrucijada para otras líneas, colapsaba terriblemente en aquellas horas.
Juan descendió los peldaños y caminó el breve trecho que lo llevaba hasta los torniquetes. Una vez ahí, se metió la mano en el bolsillo derecho esperando sentir la ya manoseada textura de un boleto naranja que, tras nueve viajes de ida y vuelta, terminaría con éste su breve ciclo de vida en el interior de la máquina traga boletos. Para su sorpresa, no lo sintió. Volvió a meter la mano, a sacarla, a meterla otra vez. Nada. Revisó su otro bolsillo. Buscó en los de la parte trasera del pantalón. Hurgó en el de su camisa. Negativo. O se había extraviado, se lo habían robado o, en un momento de descuido, lo había dejado en el restaurante. Miró entonces hacia la cola de la taquilla y, al encontrarla kilométricamente larga, optó por intentar pasar disimuladamente por debajo de los torniquetes. Era una vieja táctica que ya había ensayado con éxito en ocasiones anteriores. Pero, definitivamente, hoy no era su día: uno de los responsables de la taquilla lo avistó al empezar la maniobra y, lanzándole un silbido, lo instó a hacer la cola como los demás. Apretando los dientes y musitando un “coño e´tu madre, cabrón”, no le quedó más remedio que calarse más de un cuarto de hora para finalmente pasar a la siguiente fase.
Tras descender las escaleras mecánicas, quedó sorprendido al ver la cantidad de gente que abarrotaba el andén. En los muchos años que llevaba usando el servicio, pocas veces había visto algo semejante. El color negro del piso prácticamente no se veía. En los altoparlantes e oyó la acostumbrada cantilena: “se les informa a los señores usuarios que por motivos operacionales, el servicio de trenes presenta un fuerte retraso en estos momentos”…. “y bla, bla, bla”, susurró furioso Juan, que, resignado, se introdujo entre la apretujada multitud con la intención de arrojarse tan pronto llegara el vagón y abriera sus puertas.
Pasaron más de diez minutos antes de que, finalmente, los ansiados ojos amarillos se vieran llegar lentamente desde las profundidades del túnel. Al llegar, se detuvo, se movió, se volvió a detener, se volvió a mover y finalmente abrió las compuertas. Inmediatamente ardió Troya: empujones, patadas, puños, viejas gritando, sillas de ruedas volcándose, cieguitos perdiendo sus bastones y la mayoría muriéndose de la risa dando puntapiés a diestra y siniestra: “¡coño, los están violando y se cagan de la risa!” gritó Juan, que inmediatamente, tras abrirse paso haciendo aquello mismo que criticaba, se tiró en uno de aquellos asientos de color azul destinados a ancianos y minusválidos y entrecerró los ojos con la esperanza de pasar por dormido y cansado ante la muralla ciclópea de cuerpos que se apretujaba en torno a èl y que amenazaba con reventar el vagón.
Las compuertas se cerraron y el tren arrancó. Pero su marcha fue lenta. Los “motivos operacionales” seguían intactos y la gran serpiente de hierro se quedaba constantemente varada en los túneles entre las estaciones. Juan se sofocaba: de vez en cuando entreabría los ojos y sólo hallaba rostros ajados y sudorosos, prácticamente posados sobre el y echándole el aliento y las emanaciones de sudor. No era muy religioso, pero en ese momento rezaba para que ninguna viejita o embarazada abordara el tren y él, en consecuencia, se viera obligado a cederle el puesto por el que tanto había luchado. No había terminado de musitar “amén” cuando abordó el vagón una anciana en andaderas. Siguió con su treta del falso sueño, pero, ante el reclamo de quien le recordó el tipo de asiento que ocupaba, tuvo que cederlo y esgrimiendo una falsa sonrisa. El interminable resto del trayecto hubo de hacerlo de pie, sin gancho del cual poder sujetarse y soportando a predicadores evangélicos y a un mendigo que pedía caridad argumentando que a su tía se le había caído la cabeza y no tenía para volvérsela a poner.
Cuando el operador, finalmente, anunció la proximidad de la estación de transferencia Plaza Venezuela, un hombre, extasiado, lanzó un grito enarbolando un libro muy grueso: “¡lo terminé. Lo terminé. Empecé a leer el Quijote cuando me subí al metro y, pregúntenme cómo, pero lo terminé!”. En ese instante se abrieron las compuertas, y mientras se oía por los parlantes “dejar salir es entrar más rápido”, nadie dejaba salir y todo entraban rápido. Juan finalmente pudo zafarse de todo aquello e iniciar el descenso a la transferencia que finalmente lo llevaría a su casa. Pero ésta se hallaba igualmente colapsada. Y, como telón de fondo, una cantilena que detestaba: “el metro es la gran solución. Va enlazando destinos de estación en estación”. “¡No joda, callen esa mierda! ¡qué gran solución ni que coño! ¡la gran cagazón será, no joda!” gritó histérico. Muchos rieron. Pero para él el drama continuó al abordar el tren de transferencia, por lo que decidió bajarse en Ciudad Universitaria en espera de que la afluencia bajara, el servicio se normalizara y, de paso, que su cólera se le pasara.
Inmediatamente pensó que hacía bastante tiempo que no le echaba un vistazo al pasillo de humanidades de la Central, donde, según le decían, podía encontrar cualquier libro o película que buscara. No era muy cinéfilo. Tampoco leía mucho. Sin embargo, decidió irse por allí para distraerse un poco y, aprovechando que le habían prestado un DVD, ver si se compraba alguna cosa para variar.
Al pasar frente a uno de los puestos, le llamó la atención una carátula en la que figuraba una joven blanquísima, de pelo rojo, que yacía tumbada sobre una cama y tenía los ojos cerrados. Se fijó en el título: “el perfume: historia de un asesino”. Inmediatamente se sintió interesado y cuando levantó la vista para pedir información al vendedor, se encontró con que, casualmente, éste estaba leyendo un libro del mismo título, cuya portada era muy parecida. “Oye pana, ¿qué tal es ese libro?”- preguntó-“Mira, buenísimo. Ya me lo estoy terminando. Estoy loco por ver la película ya”. “¿Me lo recomiendas entonces?”. “Cuando lo agarres no lo vas a soltar. Te lo aseguro”. “¿Y dónde lo puedo conseguir?”. “Mira, ve uno o dos puestos más allá. Donde veas a un señor con pelo largo, allí segurito lo consigues”. “Gracias, pana”.
Una vez con su nuevo libro y el correspondiente DVD bajo el brazo, Juan esperó un rato más para continuar su camino hasta su casa. Al llegar, ya pasada las nueve de la noche, se quitó los zapatos y sin abrir la nevera para probar bocado o darse una ducha, se sentó a leer aquel texto que lo había inquietado. Por lo general, se tardaba hasta meses en leer un libro cuando se decidía a hacerlo. Pero ése lo capturó de tal manera que la mañana del día siguiente lo sorprendió cuando llegaba al último punto y final. ¡Increíble!, pensó. ¡Cómo un don nadie podía hacerse tan poderoso con sólo encontrar la fórmula para oler bien! De repente, asaltó su mente una macabra idea, a la vez que recordaba una vieja cuña televisiva que tanta risa le había causado cuando la vió por primera vez. Pensó entonces que podría dar resultado: “Verga, yo no sabré nada de destilación ni de esas cosas. Pero… ¿y si lo intentara?”. Lo pensó un momento y finalmente se decidió. Emplearía para ello el fin de semana que empezaba.
Llegado el lunes, Juan arribó a estación, tal como hacía todos los días. Pero, lejos de expresar resignación ante una nueva semana fatigosa y difícil, su rostro se contraía en una mueca extraña, semejante, si acaso, a Jack Nicholson encarnando al Guasón. Al estar junto a los torniquetes, sacó un pequeño frasquito de vidrio que contenía un líquido con aspecto de agua sucia y lo esparció por todo su cuerpo. Al instante todos los rostros se contrajeron en una mueca de asco, algunos se desmayaron, muchos vomitaron, la mayoría huyó en estampida, los operarios rompieron los vidrios de las taquillas y pusieron pies en polvorosa lanzando gritos abominables, los boletos introducidos por los torniquetes por un lado se quedaron esperando a sus dueños en el otro…. Juan los pasó tranquilamente, sin boleto ni treta alguna, y descendió al andén. Allí ocurrió otro tanto y éste quedó desierto. Al llegar el tren, abrirse las puertas y entrar Juan, todos se atropellaron a la salida con el rostro morado y hasta los viejos y los paralíticos sacaron fuerzas de donde no las tenían y saltaron hacia afuera con tal de no caer asfixiados y huir. El vagón, a excepción de Juan, quedó completamente desierto.
En ese momento estalló en una sonora carcajada, recordando aquella vieja cuña del desodorante Dioxogen Hipoalergénico, en la que un tipo que no se pone el producto entra en un vagón y al instante todos huyen. A él no le había hecho falta prescindir del Dioxogen. Simplemente juntó en una sola mezcla cuanto de repugnante pudo hallar al olfato, sin importar su origen, fuera animal, vegetal o mineral… de donde fuese. No hubo rincón, por muy asqueroso que éste fuere, en el que Juan Bautista Gómez no buscara afanosamente para lograr su obra maestra. Una vez hecha, se la restregó por el cuerpo, una y otra vez, hasta acostumbrar su olfato a no sentir para nada aquel apestoso aroma. Pero había valido la pena: por fin, los asfixiantes viajes por el subterráneo se convertirían en auténticos cruceros de placer. Y aquel, por lo menos, lo fue: se sentó dónde quiso, cómo quiso y hasta se acostó cuando quiso.
Y al salir del tren subió tranquilamente la estación de Altamira, pues ésta también se había quedado desierta hasta su último rincón. Pero, al dirigirse a su trabajo, recibió una sarta de insultos y amenazas por parte de su jefe y compañeros de trabajo cuando ni siquiera había cruzado la acera todavía. Le instaron a no acercárseles o de lo contrario no respondían de sus actos: “ si te acercas te linchamos, cochino de mierda. O te quitas esa mugre o no vuelvas más por aquí”. Le gritaron. Juan intentó hablarles, pero ellos redoblaron sus amenazas y hasta el jefe le apuntó con la pistola que a veces llevaba consigo. Aterrorizado, dio media vuelta y echó a correr, dispuesto a cualquier cosa para eliminar cualquier rastro de su creación. Todo rincón por el que pasaba quedaba desierto. Se había vuelto un paria . En su desesperación, llegó hasta la plaza Altamira y se lanzó a la fuente, se restregó su cuerpo hasta salirle sangre y se deslizó por la pequeña cascada que llevaba hasta el inicio de la estación, lastimándose la espalda y las piernas con las piedras. Al salir de ella, comprobó con terror que aquello no había bastado: todos seguían cubriéndose la nariz y huyendo de él. Se abalanzó sobre una señora que consiguió capturar antes de que saliera corriendo, y quitándole la cartera, sacó el perfume que ahí llevaba y lo vació hasta la última gota sobre su cuerpo. Nada. Aunque se sintiera limpio, aunque se oliera y no sintiera sino el perfume, todos huían de él, todos vomitaban ante él, nadie se acercaba a él. Su obra maestra se le había rebelado. Aquello había dejado de convertirse en una fragancia temporal para convertirse en el olor de su humanidad. Las colas se acabarían para él, pero también cualquier relación con los hombres. Esto lo deprimió tanto que rompió a llorar sin que nadie se le acercara a consolarlo, pues el olor podía más que el instinto de Buen Samaritano. Tras permanecer un rato así, levantó los ojos enrojecidos. La expresión de su rostro se había desencajado completamente como la de un loco sacado de algún cuadro expresionista. Echó a correr, saltó los torniquetes, atravesó la estación y como alma que lleva el diablo, bajó hasta el andén de la estación….
Unos minutos después, se oyó decir por los altoparlantes: “Atención, se les informa a los señores usuarios que motivado a un arrollamiento, el servicio de trenes presenta un fuerte retraso en estos momentos, por lo que sugerimos usar transporte superficial”.
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