domingo, 25 de marzo de 2007

De punta en blanco, Néstor Luis Llabanero (Sabatino)

De cómo a veces escondemos la identidad y aprendemos a ambicionar a través de otros, ganando la cárcel personal. Un cuento que comienza con una niña que se hace llamar Inmaculada y quien, por exigencias maternas, pretende un estatus a partir del sueño de ser imagen de la casa de moda Del Mar. Su problema lo resuelve cuando al quedar desnuda, luego de un accidente de tránsito, logra despojarse del peso de la ropa y alcanza su plenitud al pronunciar su nombre real en un grito que suena a compasión más que a revelación.






















Inmaculada Castelli estaba informada de dónde desayunaban Yin y Yang, dos diseñadores de moda de la ciudad. Lo sabía por su apego a las revistas de chisme. Realmente Yin y Yang no se llamaban Yin y Yang. Sus nombres eran Rufino y Regino. Sin embargo, decidieron cambiarlos al suponer que tanta indecencia atentaba contra la dignidad de sus personas y negaba cualquier buen mercadeo.

El caso era que Inmaculada Castelli necesitaba conocerlos, por lo cual decidió ir ese día, a las once de la mañana, al principal centro comercial, cuyas tiendas de ropa conocía hasta el hilo de cada prenda. Su intención era dejarse ver por los sastres.

Para garantizarse posibilidades de triunfo emprendió la estrategia de hacerse acompañar de Chela, su amiga y costurera personal. Así, físicamente saldría favorecida en caso de que llegaran a compararlas. La joven fracasó en la meta. Durante la semana repitió lo mismo. Sólo cambiaba indumentaria. Un día, colorida; otro, negra; el siguiente, conservadora; luego, transparente.

Tampoco llamó la atención de los caballeros. Ni siquiera porque al pedir prestado el encendedor a Yin, el más extrovertido, utilizara la mano donde llevaba una sortija de oro recamada con una enorme rosa turquesa que casi cubría la mano. No se desanimó. El siguiente lunes reanudó su plan. Pero esta vez, los chicos alteraron su rutina. La mesa estaba ocupada por dos damas claramente marimachas. El martes determinó ganar de otro modo. Tocó la puerta del café donde sus perseguidos comían y consiguió uno de los dos empleos que para su sorpresa ofrecían como anfitriones de mesa. Yin y Yang estaban allí.

─ Buenos días. ¿Los señores quieren lo mismo de todos los días?, les preguntó la uniformada mesera que, para disgusto de los dueños del café, había ubicado el largo de la falda por encima de las rodillas.

No hubo respuesta. Yin y Yang eran absolutamente indiferentes a la presencia femenina. Hablaban entre ellos, comparaban telas, se reían de algunas clientas y fumaban sin parar.

─ Disculpen -acercó su cabeza a la de Yin y simuló tomar el pedido-

¿prefieren ser atendidos por mi nuevo compañero?

Yin y Yang miraron de arriba abajo al joven robusto, luego a Inmaculada y los tres soltaron a reír. Menos ella. La chica depuso el interés por la mesa, sabiendo que ganaba su inclusión en la lista de aliados de los clientes famosos.

Poco a poco fue conquistando confianza. Los creadores la utilizaban en sus shows rooms para no cancelar ni la mitad de lo que les exigiría contratar a una modelo con caché de principiante. Y de paso, “la muchachita”, como la llamaban, encajaba en lo más cercano a un maniquí viviente. Presumía ella ser musa de inspiración de los artistas del dedal. Sencillamente, “la muchachita” les cumplía. Tenía la obediencia de someterse a jornadas de hasta dieciséis horas de trabajo diario exhibiendo creaciones que para su decepción no le parecían superiores al gusto que adquirió de niña. No se molestaba si sus sofisticados patrones le quitaban el cincuenta por ciento del pago para cubrir los gastos de comida. Y que un porcentaje se fuera en el taxi que a la una de la madrugada la llevaba de vuelta a casa.

No era el dinero lo que le importaba. Inmaculada se sabía cerca de lucir los vestidos Del Mar, la más sólida firma de moda latina: el motivo por el que se había ligado a los modistas. “Del Mar”, suspiraba. “La casa de las estrellas de cine”.

Con unas piernas alimentadas en escalinatas y actitudes incorporadas a sangre, desmeritaba la queja como camino para enderezar el destino. “Quejarse es de perdedores”, pensaba. De manera que con el nuevo empleo, la joven empezaba el día a las siete de la mañana con su boca roja y terminaba igualita. Su cara superaba las pruebas de cansancio. Ni ojeras le aparecían.

Las clientas compraban lo que “la muchachita” caminaba. Y sobre todo, no ocultaba el hambre de reconocimiento. En tres meses, resolvió sacar favores a los modistas. Yin y Yang robaban bocetos de colegas más talentosos y se adelantaban en su hechura para hacerlos creer suyos. No era sólo eso lo que alteraban. Sustituían materiales de primera categoría por aquellos de segunda. Además exigían precios altos a sus clientas que no correspondían en calidad con lo vendido. Inmaculada apeló a su vocación por el chantaje, que también aprendió de niña. Como consecuencia del poder que le daba el miedo que los dos amigos sentían ante el posible descrédito profesional, consiguió atenderse por los estilistas más renombrados. También ser malcriada con días de spa, ser considerada sin éxito por la principal agencia de modelaje del país y ocupar asiento en primera fila durante los desfiles. Eso representaba llevar la vida como la soñó.

─ Ya lo sé, tú eres Inmaculada. Yin y Yang te adoran. Niña, tú si que sabes lo que es un trapo –dijo el estilista a Inmaculada.

Había acudido a plancharse el cabello, enfundada en un vestido fucsia Del Mar, de hombros descubiertos y a mitad de muslos. Sus piernas estaban amarradas hasta las pantorrillas con unas sandalias de trenzas en el mismo tono y tacón número 15. La estatura se elevaba a un metro setenta y dos. Resaltaba su piel blanca y su cabello castaño con reflejos oro.

Mientras un equipo de tres personas hacía el arreglo de su pelo, la clienta de honor posaba sus ojos en quienes entraban y salían del salón de belleza. Los iba rotulando. Pensaba en las tiendas menores donde, según adivinaba, habrían adquirido la ropa que portaban. Estaba persuadida de saberlo. Se trataba de estanterías donde seguramente también ellos, habrían acudido. Podía acertar hasta el precio pagado. Incluso imaginar a los compradores rogando rebajas. Algunos hasta solicitando cancelar la deuda en dos partes. Y a los más descarados, pidiendo por sus bagatelas prórrogas que luego no honraban. Salvo la blusa raída del peluquero, proveniente de la casa Del Mar, en algodón violeta, el resto le resultaba frustrante. Fue cuando fantaseó de nuevo con vestir la línea adulta de la marca Del Mar. Su entusiasmo por la firma lo asumió a grado de obsesión. Empezó a cambiar la inscripción de sus vestidos fraudulentos, comprados en mercados populares, por los de la etiqueta Del Mar. Éstas las conseguía de trapos usados que sus amigas del colegio -dueñas de varios pent house en el lujoso edificio Millenium, el más acaudalado del país- regalaban a la conserje Minerva. Ésta a su vez los guardaba para darlos a Inmaculada, a solicitud discreta de la chica.

─ Llévate todo esto Minerva –decían-. Ya no nos sirven.

─ Yo tengo un vestido así y así y así y así y así –mentía Inmaculada enterada de que eran piezas para su closet.

Inmaculada y Minerva se miraron. Con eso quedó entendido el compromiso que tenía ésta última de no adueñarse de ningún traje. A cambio le llevaba algo de arroz y harina durante la noche de permuta clandestina entre ambas.

Para las ocasiones cuando decidía lucir su nuevo guardarropa, ahora reintervenido, hablaba ante los demás simulando una naturalidad que sus amigas opulentas confiaban genuina: “Llevo tiempo sin ponerme mis vestidos Del Mar. Ya están viejitos y pensaba regalarlos así como hicieron ustedes, pero es que me traen tantos recuerdos buenos. Mañana tengo el capricho de usar alguno”.

Se apareció a la siguiente cita de mujeres ataviada con un Del Mar en tono naranja, de busto descubierto. Combinaba con sus zapatos beige en forma puntiaguda. Las amigas la detallaron. Ella simuló no darse cuenta. Ya Chela le había dado la noticia que esperaba del ascenso de Yin y Yang a casa Del Mar. Y sobre eso fue que basó su rápida despedida y no como hizo creer que se debía a un comentario inoportuno sobre la verdadera procedencia de la prenda que lucía.

En efecto, Chela le había hecho algunos arreglitos al vestido naranja. Lo había drapeado en la parte delantera y descubierto en la espalda con una maestría que lucía original. De tanta experiencia, nadie dudaba de su talento, incluso de su habilidad para re -etiquetar los vestidos que le confeccionaba con telas supuestamente importadas de ultramar. En realidad, Inmaculada y Chela no desestimaban las bondades de un mercado de corotos, se habían convertido en clientas asiduas de las tiendas de ropa usada, leían revistas de moda prestadas en el kiosco y estaban al tanto de quién era quién en la industria del fashion.

Recuerda que ese día, le llegó apresurada con la solicitud de emergencia. Chela no se molestó. Al contrario. Conocía que así, a última hora, se producían los compromisos de las amigas de su amiga. Obedeció al pedido y al tiempo que lo hacía iba recordando las cosas graciosas y contundentes de María Teresa Bolaños viuda de Castelli, madre de Inmaculada. Sentadas en la sala de costura de Chela, ésta reía sola. Fue Chela quien le recordó cuando María Teresa le hizo subir y bajar con la ponderación necesaria una colina de concreto de casi trescientos escalones. A su modo, entendió porque ese patrimonio nacional lo llamaban El Calvario. A Inmaculada le pareció tan forzada la tarea que bastó hacerlo una vez para no olvidar lo que su madre entendía por glamour. Nada en su vida podía ser otra vez tan difícil como aquella penitencia impuesta a causa de un piano traicionero. Tuvo que pisar escalón por escalón, sonriendo, ocultando su miedo, manteniendo el equilibrio, sin maltratar su trapo largo de seda con el cual la vistieron para el ensayo de etiqueta. Supo ser otra persona desde ese instante que le pareció eterno. Y fue la medida también para calibrar, a los cuatro años de edad, el poder social a través de las formas y del vestuario. Se hizo tan experta que diferenciaba al ras una pieza original de una imitación excelente. Sabía incluso cuando los gestos o modales de una persona eran naturales o forzadamente adquiridos. Le comentaba a Chela, para entrar a tiempo de recuerdos, que no podía olvidar la experiencia más compleja de su vida, ser hija de María Teresa.

─ ¿Cómo me vas a disfrazar hoy para ir al colegio? -preguntó a su madre frente al espejo-. No quiero la cola de ayer, hazme algo diferente.

─ Ya te he dicho que no digas disfrazar –corrigió María Teresa-. Sólo te coloqué unos destellos de escarcha en los cachetitos y algo de colorete en los labios porque era tu primer día de colegio. Y lo hice porque en la vida hay que ser y parecer. Tu colegio es el más costoso de todos los colegios y las niñas deben ir impecables. Allí tienes que hacer a tus amigas. Para algo se me va casi toda la pensión de tu padre. ¿No te gustó el peinado de ese día?

─ Sí, me encantó. Pero quiero algo distinto –insistió la niña.

Inmaculada muñequeaba sus manos para hacer sonar las doce pulseras que llevaba puestas y observaba en su cuerpo el vestido de fiesta que más le gustaba y que nada tenía que ver con su uniforme azul y rojo.

─ Claro, hoy será diferente. No irás al colegio porque tendremos visita.

─ ¿Quién viene?, preguntó Inmaculada mirando hacia su closet lleno de trajes.

─ Vienen a conocerte y tienes que estar aún más bella de lo que eres. Por eso te coloqué tu vestido favorito. En todo lo que hagas, serás la mejor dependiendo de cómo te veas. No lo olvides.

─ Mami, ¿por qué tengo que decir que yo me llamo Inmaculada?

─ Porque ese era el nombre que tú papá realmente quería para ti.

─ Pero a mi me gusta el que me pusieron. Yo necesito mi nombre.

─ Ese es entre tú y yo.

Desde los cuatro años, Inmaculada se encargaba de ejecutar el orden de la casa. El esmero se acentuaba cuando recibían a alguien que su madre estimaba importante, como Jacinto Buenahora. Este hombre impoluto las visitaría a fin de testimoniar que la niña estaba apta para un comercial de la línea de ropa infantil que la casa Del Mar había organizado con niños prodigios.

Sin embargo, Inmaculada no conoció al presidente de la casa comercial. Se enteró del interés sobre ella por lo que su madre le contaba con frecuencia. Saberse que una vez fue objeto de su interés la ilusionaba tanto que de adulta mantenía el ego inquebrantable y las ganas de ser incluida en esa vida. Aquel mundo le pertenecía por derecho, según María Teresa le repetía al tiempo que Chela le remendaba uno de sus trapos.

Antes de ir a la casa de Inmaculada, Jacinto Buenahora había dispuesto de enviar a su asistente, a fin de disculparse por un retraso involuntario. María Teresa aprovechó ese tiempo para sacar el piano al balcón que daba a la calle.

─ Sabes lo que tienes que hacer cuando llegue ese señor -advirtió a su hija.

─ Sí, comienzo a hundir las teclas pero antes debo darle play al equipo de sonido. Y pase lo que pase no me meto con nada más.

Así ocurrió. El asistente de Jacinto Buenahora llegó y pronunció sus disculpas desde el portón de entrada donde, a pedido de él, fue atendido por la dueña. Ya se había quedado maravillado con la brillante ejecución que Inmaculada hacía del piano.

Los vecinos enterados del posible contrato que la firma Del Mar haría de Inmaculada se reunieron en un grupo de veinte y se mostraron curiosos ante el desconocimiento que tenían del talento musical de la niña. Se preguntaron desde la acera de enfrente con el ánimo de ser escuchados por el visitante: “¿Desde cuándo Inmaculada toca piano?”.

La presencia de los indiscretos fue disipada con la mirada de reproche de María Teresa, mientras que la nota al piano de Inmaculada comenzó a repetirse inagotablemente. A causa del hastío generado por el chillido prolongado, la concertista decidió levantarse y asomarse por la estrechez que dejaban los barrotes del balcón. Interrogó a María Teresa.

─ Mami, mami, ¿qué hago?

Las notas continuaron pegadas. Jacinto Buenahora nunca llegó a la casa. Inmaculada supo del disgusto que le había causado a su madre. Por el resto de su vida, María Teresa no mencionó aquel episodio. Advirtió que algún día la ropa lujosa de Jacinto Buenahora le cubriría el cuerpo a la pequeña y se refugió en su costumbre de vivir pendiente de las estrellas de cine. Alguna vez ella quiso ser una. Enterada de los detalles biográficos de su actriz, de sus poses fotográficas y de las entrevistas que ofrecía en los medios, adoptaba sus puntos de vista como si le pertenecieran. “La vida no tiene tanto valor como un diamante”, sentenciaba con frecuencia sin justificación alguna. Sólo para presumir de lo que ella estipulaba como sabiduría elegante. La realidad es que se trataba más bien de una aproximación al pensamiento de una de sus divas admiradas. Robarse ideas de alguna luminaria era su costumbre y su secreto.

Hasta dormida, María Teresa usaba maquillaje. Así entendía el respeto a la estética. Chismeaban los vecinos que el rosario de sus noches no era para La Virgen de La Piedad de quien se manifestaba devota, sino para los cosmetólogos. En honor a la apariencia, el exceso de pecas, de manchas y de años, debían ser ocultados por los creyentes como ella. Y dado que vivía en una zona de la ciudad considerada sísmica, pasaba el tiempo de punta en blanco por si acaso el terremoto se le antojaba sorprenderla. Murió víctima de un infarto causado cuando vio que la piel de su busto, nalgas, pantorrillas, abdomen y espalda amaneció agrietada de estrías marrones y negruzcas. “Gusanos asquerosos que brotan y recorren la tierra”, protestaba en silencio.

Pensó que el anunciado temblor había llegado de modo distinto y que para su desgracia el tiempo sólo le había alcanzado para falsear de color obispo uno de sus labios. Inmaculada, convertida en una señorita, pintó el otro. Ahora su madre no lucía cadáver. De inmediato, la joven entendió el valor de parecer, como tanto se lo había enseñado la fallecida. Luego corrió a cerrar las puertas y ventanas, ayudada por Chela. Así evitaría que alguien entrara a consolarla sino después de haber puesto todo en su lugar. Ningún vecino podía decir que antes del día de pésame había conocido la casa de quienes en el barrio levantaban curiosidad colectiva.

─ Sabrás qué vienen a hacer –se refería al interés de los vecinos- No le importamos, sólo quieren tranquilizar su deseo de saber de nosotras. Las comprendo. Yo a cambio hubiese ido sólo para darme cuenta de que la difunta no era yo. Así debe pasar por la cabeza de cada quien cuando asiste a verificar quién es el muerto.

─ ¡Qué dices! ¡Tonterías! El gusto de ustedes siempre fue envidiado. –declaró Chela en tono solemne-. Esas telas que lucían. ¿Dónde las compraba María Teresa?

─ Tú lo sabes Chela. Mamá tenía tan buen gusto como astuta era para conocer la debilidad de la gente. El dueño del almacén es un extranjero ilegal y sabes que mamá se lo recordaba. Yo misma lo visito de vez en cuando.

Cuando abrieron la puerta principal, dos viejitas cayeron al suelo. Eran seguidas de otras tantas que quisieron ser las primeras en ofrecer sus condolencias. Siguió una peregrinación de gente. No se ocuparon de la muerta. Ni de la hija de la muerta. Ni de preguntar si había otro doliente de la hija de la muerta. Lo que importaba a los recién llegados eran los pisos brillantes de mármol, los muebles a modo de poltronas de la sala, las fotos en blanco y negro de ambas, más una del padre de Inmaculada. Y el jardín interno floreado de magnolias que llenaba de color la palidez de la ocasión.

“¡Qué bonita quedó María Teresa!”, fue lo que más escuchó decir Inmaculada sobre el recuerdo que suponía se llevaban los vecinos de aquella triste salutación. “Misión cumplida madre, lo lograste. Cómo pudiste”, pensaba con orgullo y rodeada por los asistentes que saciados la curiosidad, fingían una despedida cabizbaja.

─ ¿Viste la foto del viejo muerto? –rosario en mano, preguntó una señora mayor a una de menor edad-. Ese sí fue un santo. Muerto resultó más útil. Cuando vivo gastaba el dinero en cañandonga. Menos mal que María Teresa alteró los papeles para que la pensión, dicen que de monto elevadísimo, no dejara de llegarle.

─ La condenada fue viva –respondió la otra en voz baja.

Sin embargo, cuando pasó por un lado de Inmaculada cambió sus críticas y dijo en voz alta:

─ ¡Qué bonita quedó María Teresa! ¡Parece una virgencita!

El galerista de la tienda de arte de la zona, que también había acudido a la cita luctuosa, detalló en las paredes de un corredor los afiches de celebridades mundiales y también las de su país. Decía con risa moderada que María Teresa los enmarcaba con la importancia que reviste para un coleccionista el lienzo de un artista consagrado y que sustituía la imagen del famoso cuando creía que Inmaculada había absorbido para sí la esencia de cada una de esas figuras. “Imagínate que una vez recordó un supuesto encuentro de ella con varias actrices”, relató con risa cortada. “Me habló una vez del diálogo que sostuvo con Nicole Kidman donde le decía: ´Este año te toca a ti mi reina ocupar mi pared´”.

Chela tapó su cara enrojecida por la risa apretada. Inmaculada no reprochó que lo hiciera. El galerista continuó remedando a la difunta: ´Y luego se disculpo con Grace Kelly de este modo: `Ya debo despedirte a ti, los tiempos han cambiado y hay otras maneras de ser reina´”.

Chela debió abandonar el funeral para no delatar la simplicidad de María Teresa. Y en su risa en solitario, el sonido detenido de la máquina de coser la trajo al presente para revelarle que el traje naranja de Inmaculada estaba listo. Se levantaron relajadas de los asientos, luego de haber realizado una terapia espiritual basada en la nostalgia. Chela le dijo que le tenía otra información importante.

─ ¿De qué se trata? –quiso saber Inmaculada.

─ Tus amigos diseñadores Yin y Yang fueron nombrados los nuevos creativos de la casa Del Mar.

Este fue el verdadero pretexto para abandonar la cita con sus amigas y marcharse a casa de Yin y Yang, quienes sorprendidos le dijeron:

─ Vuelves a tocar nuestra puerta –expresó Yang con soberbia-. Ya lo sabíamos. La última vez te despediste para siempre. Pasa. No te quedes fuera.

─ Muchas gracias. Vine a felicitarlos

─ ¡Ah! ¡Qué gentil! ¡Qué rápido corre el chisme! –respondió Yang.

─ Sólo cuando la gente es importante como ustedes dos –se sirvió una copa de vino.

─ ¿Y ahora qué favor buscas? –quiso saber Yang.

─ Quiero más. Y me darán más –dijo Inmaculada llevándose la copa de vino a su boca-. Ustedes están exactamente en el punto para llevarme adonde quiero.

Yin que hasta ese momento sólo había escuchado sentado en el sofá de la sala, levantó su mirada y encontró la de Yang. Sabían perfectamente lo que quería decirles aquella niña trepadora. Al poco tiempo, la crónica social reseñaba la campaña de imagen denominada “Inmaculada Del Mar”.

En su casa, Inmaculada no paró de abrazar a Chela. Recordaron a María Teresa cuando le decía: “ese mundo te pertenece”. Se le olvidó vestirse. Durante esa noche helada, la limosina de la casa Del Mar pasaría por ella a las ocho. Faltaban quince minutos. Insuficiente. Tardó dos horas en arreglarse. El chofer se impacientó y subió para agilizar lo que pudiera. Inmaculada estaba abstraída en su vestido color berenjena de seda largo hasta el piso. Se lanzó a sí misma un beso en el espejo y corrieron hasta la calle. Chela gritaba descontrolada por la demora. Inmaculada abrió la puerta trasera del vehículo. Se montó. Y al arrancar pidió al chofer que se detuviera. Se devolvió para besar a Chela. Ahora abrió la puerta delantera. Hizo de copiloto. Se perfumó y puso sus senos en el aire acondicionado por varios minutos. Olvidó su cinturón.

Habían emprendido a un máximo de velocidad. Los celulares de ambos reventaban de tantas llamadas sin contestar. En minutos, el chofer estaba en la carretera auxiliando el cuerpo de Inmaculada que había sido expelido por uno de los vidrios. Avisó a Yin y a Yang pero éstos se negaron a ir. “Para nosotros es mejor que esté muerta”, respondieron. Entonces telefoneó a Jacinto Buenahora y vio llegar a agentes de la policía y de los bomberos.

Milagrosamente Inmaculada sólo presentaba heridas. Y se veía feliz por primera vez. Recordó su principio de que la queja no servía para mejorar el destino.

─ Tengo frío –susurró con satisfacción-. Mi vestido. No lo siento. ¿Por qué tengo tanto frío?

─ Es que has quedado desnuda –dijo Jacinto Buenahora, quien había hecho acto de presencia.

Con su ropa, cubrió el cuerpo de la joven, pero ella prefirió seguir desnuda. Lo que hizo fue colocar su cabeza en las rodillas del presidente de la casa Del Mar, mientras su cuerpo continuaba tirado en la carretera. El agente transmitió por radio el diagnóstico de la víctima: “presenta heridas de consideración”. Y reconoció la presencia de Yin, quien decidió contrariar a Yang. A él inquirió para obtener respuestas que llegaron con el semblante lloroso del diseñador.

─ ¿Edad de la chica? –preguntó el funcionario.

─ 18 años –informó Yin.

─ ¿Conoce su apellido?

─ Castelli –precisó llorando sin lágrimas.

─ Dígame el nombre.

─ Nunca nos dijo, pero podría llamarse Inmaculada. Así siempre le decimos.

─ No, caballero, necesitamos su nombre como en la cédula. Esto es la vida real amigo, no es la fantasía de sus desfiles.

─ Bueno, no lo sé.

─ Hija –ahora el policía se dirigió a la joven- ¿cómo te llamas?

─ Piedad –respondió la joven, quien sonrió y se desmayó.

Aún durmiendo su cara estaba satisfecha.

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